Religión y alucinación
por Ricardo Gondim
Me dan mucha pena los crédulos. He llegado a llorar por mujeres y hombres ingenuos, los de semblante triste que abarrotan magnificas catedrales a la espera de promesas que nunca se cumplirán. Soy consciente que no tendría éxito si intentara convencerles que han caído en una trampa. La gran mayoría inconscientemente repite la lógica siniestra del “engáñame que me gusta”.
Si pudiera, les diría a todos que no existe el mundo protegido de los sermones. Sólo en “Alicia y el país de las maravillas” es posible vivir sin peligros de accidentes, sin posibilidades de frustración, sin contingencias y sin riesgos.
Si pudiera, diría que no es verdad que “todo va a salir bien”. Para muchos (incluso cristianos) la vida no ha salido bien. Algunos perecieron en campos de concentración, otros nunca salieron de la miseria. Mujeres han visto a sus esposos agonizar bajo torturas. Padres han sufrido en cementerios debido a la partida prematura de sus hijos. Si pudiera, advertiría a los ingenuos que varios hijos de Dios murieron sin nunca ver cumplida la promesa.
Si pudiera, diría que sólo en los delirios mesiánicos de los falsos sacerdotes suceden milagros a borbotones. La regularidad de la vida requiere realismo. Los tetrapléjicos van a tener que esperar por los milagros de la medicina –quien sabe, algún día, los experimentos con células madre logren regenerar los tejidos dañados-. Los niños con síndrome de Down merecen ser amados sin la presión de “tener que ser sanados”. Los amputados no deben esperar a que los miembros crezcan nuevamente, sino que la cibernética invente prótesis más eficientes.
Si pudiera, diría que sólo los oportunistas con menos escrúpulos prometen riqueza en nombre de Dios. En un país que remunera el capital por encima del trabajo, los torneros, los choferes, los cocineros, las enfermeras, los albañiles, los maestros, van a tener dificultad para pagar una canasta familiar básica. Miente quien reduce la religión a un proceso mágico que garantiza el ascenso social.
Si pudiera, diría que no todo tiene un propósito. Denunciaría la muerte de bebés en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital público como pecado; por lo tanto, contrario a la voluntad de Dios. No permitiría que los teólogos cargaran a la cuenta de la Providencia el río que se transformó en cloaca, el bosque incendiado y las favelas que se acumulan en la periferia de las grandes ciudades. Jamás dejaría que se intentara explicar el accidente automovilístico causado por un borracho como suceso de la “voluntad permisiva de Dios”.
Si pudiera, pediría a las personas que intentaran vivir una espiritualidad menos alucinada y más “con los pies sobre la tierra”. Diría: de nada sirve disfrazar la realidad del mundo con deseos utópicos. De la misma manera en que un etíope no cambia el color de su piel, no se altera la realidad cerrando los ojos y esperando un paraíso de delicias.
Soy consciente que no seré oído por la gran mayoría. Debo seguir escribiendo, hablando… puede ser que unos pocos presten atención.
Soli Deo Gloria.