Mis miedos
por Ricardo Gondim
“En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor. El que teme espera el castigo, así que no ha sido perfeccionado en el amor” (1º Juan 4:18)
Yo fui un niño lleno de miedo. Temía acostarme en cuartos a oscuras, mirar espejos a media noche, encontrarme con un alma en pena, pasar frente al cementerio de madrugada, escuchar los ruidos del ladrón que robaba gallinas en el patio, ver trabajos de macumba en el cruce de los caminos y tener pesadillas durante el sueño.
Siento que estoy cambiando.
Ya no tengo miedo del diablo y de sus demonios. Aprendí que ellos fueron derrotados en el Calvario, y los evangelios nos mandan a no temer a quien sólo puede matar el cuerpo.
Temo a mi corazón, que todavía no conquisté. Continúo sorprendido de la manera en que él sigue encantado con el aplauso fácil del adulador y con su capricho ante las pasiones más irresponsables.
Ya no tengo miedo del tiempo, enemigo feroz que devora todo y a todos. Descubrí que no puedo estancarlo y que me arrastrará inexorablemente a la cueva de la muerte.
Temo no darme cuenta, en el presente huidizo, de la mirada suplicante del amigo; la comida sagrada donde no se reparte sólo el pan; el día lluvioso que llama a la calma; el aroma de la alegría en el café caliente de la mañana.
Ya no le temo a la oscuridad, cobertor nocturno que esconde la luz. Aprendí a convivir con tinieblas las diversas veces que lloré en las Unidades de Terapia Intensiva de los hospitales, en los absurdos velorios de adolescentes y en el silencio de Dios, escondido cuando le pedí un milagro.
Temo la falta de transparencia en el hablar afable del cínico, el oscuro oportunismo del amigo desleal y la ceguera del intolerante.
Ya no le tengo miedo a la violencia, residuo de nuestra naturaleza salvaje. No me siento amenazado por la industria bélica, el rostro impávido de los generales no me aterra, la amenaza del terrorista enloquecido no me intimida y quienes se alegran en derramar sangre inocente no me espantan.
Temo la complacencia del rico, la pusilanimidad del indolente, la indiferencia del poderoso, la negligencia del afortunado y el cinismo del astuto.
Ya no tengo miedo del futuro infierno, lugar medieval donde eternamente se castiga a los pecadores.
Temo al ambiente asfixiado de odio que transforma el hogar en un calabozo; al diálogo acusatorio que destruye la honra inocente; a la inhumanidad que aliena a los desdichados y discrimina a los discapacitados.
Ya no tengo miedo de Dios, padre amoroso y comprensivo de mis innumerables limitaciones.
Temo a los ídolos crueles que obran según la lógica de la retribución, implacables con el drama humano; dioses que inventé y que creí capaces de ayudarme a dirigir mi breve peregrinación por la vida.
No, no perdí mis miedos. Sigo temiendo, pero visitado por el amor de Dios hecho fuera los temores infantiles.
Soli Deo Gloria.