Mi cautela contra la soberbia
por Ricardo Gondim
De vez en cuando, sobresaltado, descubro que soy un terrible enemigo de mí mismo. Asombrado, percibo que me recosté en una cama tejida de laureles, embriagado con el mosto barato de mis escasas conquistas.
Me doy cuenta de la ansiedad mesiánica que creé para convencerme que mis ideas eran concluyentes. Hice una lectura absolutista de la vida, me sentí agraciado con una fina sensibilidad para escuchar la voz audible de Dios y ser su profeta preferido.
En ese embotamiento narcisista, manipulé los mecanismos de autocensura buscando mantenerme en alta estima dentro del sistema religioso. Logré alienarme de la capacidad de cuestionar, anticipé el discurso preferido del grupo y así perdí mi energía creativa. Me sentí contento al repetir tediosamente el producto del pensamiento ajeno. Alquilé mi conciencia, aplastado por el imperativo de la supervivencia. Luego, envanecido, terminé vendiendo mi alma como la prostituta hace con su cuerpo.
Y para maquillar esta condición patética, busqué atribuir autoridad absoluta a mis verdades condenando a quienes no aceptaran cabestros tan estrechos. Me ahogué en pequeños pozos de agua y defendí ortodoxias que ni sabía definir correctamente.
Aprendí a mantenerme solidario a las ideas más que a las personas. Atrincherado en las plataformas de la retórica, pronuncié conceptos y vociferé discursos invertebrados. Supe mantener mi corazón protegido de la gente, llenando mi mente con ideas renovadoras. Preferí esconderme detrás de una biblioteca y regurgitar frases de impacto a exponerme delante de aquellos que podían herir mi egoísmo.
Lamento que me haya inspirado en lo que la religiosidad tenía para alimentar mi presunción. Me fortalecí comiendo ese pan mohoso, pero desaprendí a llorar delante del gran drama humano; juzgué precipitadamente a los débiles y fui lento en dar espacio para que mi prójimo viviese sus contingencias. Mi actitud implacable no era más que un recurso para esconder mis crisis espirituales.
Sin comprender que la fe nace de la incertidumbre, intenté acomodar mis convicciones espirituales en las categorías más exactas. Viví una hipocresía velada sin lograr admitir mis dilemas y sin poder revelarlos. Temía que los religiosos me juzgaran como un débil que había perdido su alma.
Estoy aprendiendo a descansar en la gratuidad del amor de Dios. Siento que no necesito probarme ante Él y ante nadie.
Los traumas que viví en los pasillos eclesiales son dolorosos; hay mucho que volver a aprender. Ahora, por lo menos, me veo más libre y menos riguroso conmigo y con mi prójimo. Ando más consciente que vivir es tan complejo que puedo contar con la paciencia comprensiva de Dios mientras celebro mi existencia como esposo, padre, hermano y amigo.
Soli Deo Gloria.