23 de noviembre de 2007

Sufrimiento y libertad

por Ricardo Gondim

En teología, la gran discusión, el nudo principal a ser desatado, tiene que ver con la relación entre Dios, felicidad y libertad.

Los cuestionamientos de la teodicea (definida como el conjunto de doctrinas que buscan justificar la bondad divina, contra los argumentos de la existencia del mal en el mundo) inician cualquier discusión. ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué Dios, siendo simultáneamente bueno y omnipotente, permite tanta maldad? ¿No podría el Todopoderoso haber creado un mundo exento de dolor?

Para empeorar la angustia humana, el sufrimiento no sólo existe, sino que se padece. Cuando los animales irracionales sufren, el dolor no es anticipado, no es analizado y no les causa ansiedad. Hombres y mujeres, sin embargo, sufren más allá del dolor físico.

Además, el dolor humano es fuente inagotable de cuestionamiento, tanto por su objetividad (duele realmente) como por su subjetividad (existen dolores que no sabemos explicar, como la nostalgia).

Todos sufren y se angustian al mismo tiempo, el cuerpo y la mente padecen. Por lo tanto, no bastan las aspirinas, las morfinas, los ansiolíticos.

Tampoco sirve cuestionar si es posible un mundo sin dolor. El sufrimiento es universal, nos golpea en la cara todos los días. Aún cuando un diente no duela o el riñón no provoque gemidos, existe la percepción de que ahora mismo, en algún lugar, alguien está llorando.

Los griegos entendían el dolor como una tragedia en el cual los seres humanos eran reducidos a títeres. La historia seguía por carriles que ellos llamaban destino y nadie lograba liberarse de esa cadena inexorable. El fatalismo griego provocaba pasividad (estoicismo), negación (cinismo), permisividad (hedonismo) o un salto trascendental (platonismo). El mal, sin embargo, permanecía absoluto, ya que nada ni nadie podrían anularlo. En ese sentido, las fuerzas que gobernaban el mundo permanecían esencialmente ciegas.

Entonces, el nudo gordiano de la filosofía, y posteriormente de la teología, se expresa en las paradojas: “Si existe un Dios omnipotente, ¿no puede él eliminar el mal y el sufrimiento? Si existe un Dios bueno, ¿por qué él no desea acabar con el dolor? Si el puede y no lo hace, no es bondadoso. Si quiere y no lo hace, no es omnipotente. Si no es omnipotente, no es Dios. Si no es bondadoso, no merece ser servido”.

Reconozco mi limitación. No tengo la pretensión de dar una respuesta definitiva que desenrolle el ovillo que intrigó a Heráclito, Sócrates, Agustín, Tomás de Aquino, Juan Calvino, Sören Kierkegaard y tantos otros. Mi conocimiento es bien intuitivo y mi contribución, mínima. Pero como buen cearense, voy a ser atrevido.

Para comenzar a arañar la superficie del asunto, hablemos de libertad. Tanto divina como humana. ¿Hasta qué punto existe libertad en el universo? En el raciocinio griego, Dios era preso de sí mismo. Comprendido a partir de conceptos absolutos (conviene recordar que en el universo semítico no se hablaba en absolutos), el dios griego era impasible, ya que nada podría ser tan fuerte para afectarlo; era inerte, porque lo perfecto nunca podría cambiar.

Los griegos restringían, por lo tanto, la libertad a una mera inserción armónica del individuo en la polis y de la polis en el cosmos divino. Los patrones del destino, o del cosmos, era lo que conducía a cada individuo, cada sociedad y toda la historia.

El ser humano no tenía como revertir, posponer o anticipar lo que estuviese determinado por los engranajes del fatalismo. Su libertad era bien pequeña. El podría hasta hacer micro-acciones que le darían un poco de satisfacción, pero jamás concretar macro-acciones, aquellas capaces de alterar lo que “ya estaba escrito y determinado”.

La revelación judeocristiana nunca estuvo de acuerdo con esa comprensión griega del “motor inmóvil” (Dios como un motor que pone todo en movimiento, pero él mismo no es movido por nada). Tampoco aceptaba que el futuro no pudiese ser alterado por estar determinado a priori.

Si los griegos no creían en la posibilidad de alterar el curso de la historia, los profetas judíos, y más tarde los evangelistas cristianos, convocaban al pueblo a cambiar el futuro.

Acepto el argumento de Jose Comblin de que la comprensión de libertad no evoluciona porque se mantiene restricta al concepto griego. La difundida democracia ateniense “solamente valía para una minoría de privilegiados”; en rigor a la verdad, en Grecia sólo había aristocracia. Pocos, muy pocos, conocían la libertad.

Por lo tanto, propongo que el debate sobre el sufrimiento humano considere la libertad dentro del campo de la compresión judía. Dios es libre y los seres humanos, creados a su imagen, también poseen libertad de arbitrio.

Dios es omnipotente; Dios usó su soberanía para crear personas dotadas de arbitrio. Para mí, esas dos afirmaciones no admiten discusión.

Pero ¿cómo pueden coexistir dos libertades, siendo una de ellas infinitamente más poderosa que la otra? ¿Cómo los seres humanos podrían ser libres de verdad si Dios no les diese espacio? Feuerbach afirmaba que la omnipotencia divina aplasta la dignidad humana y que si Dios fuese todo, no somos nada. Muchos, después de él, trabajaron dentro de esa misma lógica: para Marx, Dios promueve la alienación; para Nietzsche, empobrecimiento; para Freud, infantilización.

El despojamiento de Dios en Cristo, acaba con la paradoja de la omnipotencia versus libertad humana. Cito a Andrés Torres Queiruga:

“Tal vez no exista malentendido más terrible y más urgente a ser erradicado que aquel que Feuerbach propuso – o mejor dicho, detectó – en la raíz del ateísmo moderno: el Dios que en Cristo, “que aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2º Corintios 8:9), es rechazado como el vampiro que vive a costa del empobrecimiento del hombre: “Para enriquecer a Dios, se debe empobrecer al hombre; para que Dios sea todo, el hombre debe ser nada”.

Por lo tanto, la libertad humana sólo es posible porque Dios concede espacio. Es la mayor de todas las manifestaciones de la Gracia. Dios se despojó, entró en la historia “manso y humilde de corazón”, vivió voluntariamente todas las contingencias de la vida a las cuales estamos sometidos, sufrió y murió como cualquiera.

“El ser humano participa de la divinidad en el sentido de que es hecho libre como Dios es libre. Para que la persona sea libre, Dios renuncia a su poder. Entrega el poder al ser humano – juntamente con toda la creación – para que él construya su vida con toda libertad. Dios se retira para no imponerse. Su presencia en el mundo se manifiesta en la vida y en la muerte de Jesús. Dios se hizo un crucificado para que el ser humano fuese enteramente libre. Esta libertad puede ser para el bien o para el mal. No hay libertad si no hubiera posibilidad de elección” (Comblin).

Según Jürgen Moltmann, la fe cristiana “libera para la libertad”. La reacción moderna y atea, según Moltmann, fue en la dirección opuesta:

“En el mundo moderno, por el contrario, los hombres entienden la libertad como el hecho del sujeto disponer libremente de su propia vida y de su propiedad y libertad colectiva como el hecho de corporaciones políticas, pueblos o estados disponer soberanamente sobres sus propios intereses. Aquí la libertad es entendida como el ‘derecho de autodeterminación’ de individuos o de los pueblos. Libertad aquí es el dominio sobre si mismo”.

Pero la fe cristiana sigue otra lógica. Dios soberanamente decide valorar a las personas como cooperadores con él en la construcción de la historia.

“Más para la fe cristiana la verdadera libertad no consiste ni en la comprensión de una necesidad cósmica o histórica, ni en disponer con autonomía sobre si mismo y sobre su propiedad, sino en el ser tocado por la energía de la vida divina y en el tener parte en ella. En la confianza en el Dios del Éxodo y de la Resurrección el creyente experimenta esta fuerza de Dios que libera y despierta, y de ella se vuelve participante (Moltmann).

El mal, por lo tanto, inherente a la libertad que Dios soberanamente decidió conceder a los humanos, existe simultáneamente con el bien. En el espacio de esa contingencia, el bien y el mal no son apenas posibles como también pueden ser potenciados y anulados por el arbitrio de los hijos de Dios.

La trama de las Escrituras consiste en mostrar que esa libertad fue usada perniciosamente, pero Dios nunca desistió de su creación. Él revela su pesar por el mal; fielmente proporciona principios y verdades que pueden volver bella la vida; llama a sus hijos para que se arrepientan de sus malas elecciones y los convoca a ser artesanos de una nueva historia.

Soli Deo Gloria.


Bibliografía:

Queiruga, Andrés Torres - "Do Terror de Isaac ao Abbá de Jesus" - Paulinas.
Moltmann, Jürgen - "O Espírito da Vida" - Editora Vozes.
Comblin, Jose - "A Vida - Em Busca da Liberdade" Editora Paulus.