5 de noviembre de 2007

Un luto más

por Ricardo Gondim

Existen tristezas insublimables, intransferibles, indescifrables, intransitables, incontrolables. Esta semana fui abatido por la enemiga más terrible: la muerte. Anestesiado, terminé la semana tropezando, parecido a un zombi que no encuentra la salida del cementerio.

Existen tristezas sólidas, densas, y que nacen de los recuerdos saludables, de la falta de remordimiento, de la ausencia de culpa. La partida de Guió me hizo sufrir un dolor tan agudo como el sonido de un violín, tan frágil como el polvo que empaña los ojos.

Despedirme de mi querida suegra fue una bofetada abierta que recibí en el rostro. Al tocar su fino cabello, sentí cuan efímeros somos; me vi como el náufrago que hace señales al barco que se aleja distante en el horizonte. Ella falleció y yo noté que siempre estamos muy, muy desnudos.

Me envolvió una tristeza impiadosa, que reclamó mi sueño y carcomió mi alma. Como el vaivén del mar, fui y volví en las aguas de mi angustia. Intenté no aceptar su intromisión, luché para exorcizarla; pero la muerte es avasalladora, grave, asombrosa, fría, deformadora, y terminé derrotado.

Sin Guió, estoy inconmensurablemente huérfano. Perdí otra madre. Ya no podé jugar y preguntarle por teléfono: “¿Cómo estás, vieja querida?” Mis hijos tendrán que vivir sin la abuela jardinera, costurera y celestina. ¿Quién podrá enseñarles, con levedad, a no tener vergüenza de ser felices?

Sepulté a mi querida suegra. Ahora, me resta continuar mi ardua jornada rumbo a su mismo destino, en la esperanza de abrazarla el día del Gran Banquete.

Soli Deo Gloria.