Cómo Dios ve
por Ricardo Gondim
Dios ve todo, nada pasa desapercibido a sus ojos. Él conoce el sendero de la hormiga negra que carga una hoja picada en la noche de la selva amazónica. Sabe de los intentos de mi corazón engañoso; del trayecto inmediato entre la palabra que surge y su expresión, Dios tiene ciencia perfecta.
Con semejante familiaridad, ¿cómo Dios me ve? Ciertamente, con desdén. No maduré como debería, no subí los escalones de la excelencia, no alcancé el mínimo prestigio religioso. Llego a los 54 años con un sentimiento de deber incumplido, con la misma sensación de aquel niño que se presenta al examen sin haber estudiado. Me siento como un pirata que nunca descubrió el mapa del tesoro; un Indiana Jones que nunca vio el Arca; un Quijote que nunca abandonó su biblioteca.
Dios tiene todo el derecho de llamarme un siervo infiel; debo imitar a Pedro: “Apártate de mi, que soy pecador”. Merezco el azote del siervo que sabía la voluntad de su Señor y no obedeció.
Sin embargo, preparo una fiesta con mucho alborozo. Quiero celebrar el amor de Dios que conquistó ese desdén merecido por mí. A pocos días de mi cumpleaños, percibo que el Señor aumento el volumen de su megáfono celestial. Apuesto que él va a gritar el día 14 de enero: “Tú eres mi hijo amado, estoy satisfecho con tu vida”.
Las potestades acusatorias del infierno quieren impedir la disposición divina de contradecir el castigo merecido -esa disposición tiene el nombre teológico de gracia-. Pero Dios insiste, y tres veces él pronuncia la misma expresión a todos sus hijos adoptados por causa del Unigénito: “Tú eres mi hijo amado, estoy satisfecho con tu vida”.
Así, libre y querido, estoy dispuesto a retomar las riendas de mi vida aunque el sol ya empiece a declinar.
Soli Deo Gloria.