Desilusión y desencanto
por Ricardo Gondim
Me despido del año. Mis alegrías, así como mis tristezas, fueron numerosas e intensas. Me sorprendí con resurrecciones y lloré muertes; bailé en los salones de la felicidad y me arrastré en los charcos del disgusto; abrí los brazos para recibir a quien volvía e, impotente, vi la espalda de quien partía.
Este fue el año de las desilusiones y de los desencantos; y yo espero no mezclar esos dos sentimientos. Las ilusiones no son más que idealizaciones; los encantamientos, estados de admiración. Las ilusiones se basan en falsedades, son espejismos; los encantamientos nacen de apreciaciones de la realidad. Las ilusiones visten nuestras mentes de fantasías; los encantamientos vienen de percepciones claras de la vida.
Me ilusioné con la nobleza institucional; creí con fervor que la iglesia que me rodeaba era “la Iglesia” de Jesús (por favor, nota la “i” latina, minúscula y mayúscula). Por años, abracé sin reservas una versión del cristianismo que yo entendía como la única, la más auténtica, la mejor de todos los tiempos. Me ilusioné con esa versión, no noté los celos, las maldades, las envidias que la motivaban.
Me ilusioné con el expansionismo de mi misión. Creí en el mito moderno del progreso. Yo creía que podía seguir el crecimiento numérico y, al mismo tiempo, mantener el ambiente relacional de los tiempos en que me reunía con un grupo de jóvenes idealistas. Llegué a pensar que podía abrir mi corazón entre clérigos profesionales con la misma libertad que lo hacía entre los primeros compañeros de ministerio.
Me ilusioné con la naturaleza humana. Creí en la bondad de las personas; principalmente, en los que se decían ser llenos del Espíritu Santo de Dios. Yo imaginaba que alguien rebosante de Dios no conspiraría como Absalón, no traicionaría como Judas y sería incapaz de comportarse como un lobo voraz. ¡Ledo engaño!
Los sótanos eclesiásticos están repletos de cadáveres de gente acuchillada por la espalda. La historia no olvida: los pasillos de las catedrales albergan a verdugos y a facinerosos ávidos de escalar jerarquías organizacionales.
De repente, vino la desilusión. Se cayeron las vendas de mis ojos y me di cuenta de la magnitud de mis fantasías religiosas. Sucede que una persona desilusionada nunca más se vuelve a ilusionar. Y, en ese proceso, me vi obligado a separar las desilusiones de los desencantos. Pues, al contrario de los desilusionados, los desencantados pueden volver a encantarse nuevamente.
Anduve desencantado con mi misión, vocación y devoción. Nunca perdí lo que inicialmente me deslumbró en el Evangelio. Sigo absolutamente fascinado con la vida de Jesús de Nazaret. Y vuelvo a maravillarme cada vez que leo sobre su carácter, su ternura para con los desvalidos y su perdón para los pecadores. Su ofrenda en la cruz, su muerte ejemplar y su resurrección triunfante, no admiten desencantos.
En mi dolor llegué a meditar que desistiría de todo, pero no lo logré. Sigo creyendo que los valores del Reino de Dios necesitan irradiarse a todas las dimensiones del vivir humano, so pena de dejar al mundo transformase en el infierno de Dante. Los valores de justicia, paz y equidad humana, como fueron propuestos por Jesús y sus apóstoles, no pueden quedarse escondidos sino que deben ser proclamados universalmente. Eso es tan magnífico para mí que sana mi corazón desilusionado, devuelve vigor a mi poesía melancólica y da nueva energía a mi labor.
Sobre aquellas cosas con la que me desilusioné no hay marcha atrás, pero sé que mis sueños vuelven a tomar color. En este nuevo año, responderé con nuevo aliento: “heme aquí, envíame a mi”.
Soli Deo Gloria.