18 de enero de 2007

Como sería la vida si Dios no existiera

por Ricardo Gondim

No hay mayor dificultad existencial que los silencios divinos. El “Deo abscondito” representa el más gigantesco enigma filosófico y teológico. Un gran nudo que nadie desata.

El relato bíblico no es homogéneo. Tanto la narrativa judía como las propuestas más conceptuales y doctrinales de las epístolas cristianas revelan que Dios elige tiempos y jerarquiza años. Hay periodos de la historia en que su presencia es más evidente. En otros momentos, exuberante. No obstante, los intervalos de su ausencia se alargan por periodos que parecen no tener fin. Dios está más ausente que presente.

Es duro pensarlo, peor afirmarlo, pero algunas personas no representarán absolutamente nada en el drama humano; ni siquiera serán conocidas. Millones mueren anónimos. Para la enorme mayoría, el papel más importante que desempeñarán consistirá en sobrevivir y cuidar de aquellos que los sucederán; y ellos repetirán el mismo itinerario.

La vida de la gran mayoría se desenvolverá sin milagros, sin intervenciones sobrenaturales y sin la presencia trascendente de Dios. Ellos tendrán que trabajar de sol a sol para comer, vivirán a merced de las pestes y plagas, necesitarán luchar contra las inclemencias del tiempo. Sujetos, incluso, a accidentes naturales como huracanes, tifones y terremotos.

Cada uno debe vivir su día a día con la certeza de la existencia de Dios, pero sabiendo que él no alterará, indiscriminadamente, el orden que él mismo estableció. Cada uno necesita orientar su vida y valores, esforzándose por controlar los peligros existenciales, crear, escribir y trascender como si Dios no existiera.

Cada uno debe hacer lo que es recto no porque exista un Dios que fiscaliza desde lo alto del cielo, sino porque la virtud conspira a favor de la vida y de la buena convivencia entre los humanos. Nadie debe orientar sus valores porque está siendo, por decirle de alguna manera, monitoreado por el gran ojo divino, sino porque existe virtud intrínseca en los comportamientos que exigen obligación de todos.

Cada uno debe enfrentar los silencios divinos no como descansos, sino como espacios para la libertad. Vivir, por lo tanto, es una aventura sin garantías. No es posible una existencia bonita, creativa, sin abrir mano de una obsesiva necesidad de seguridad. Es triste buscar pretender construir diques que contengan las aguas de las tempestades; edificar fosos para que posibles enemigos no invadan los castillos; esterilizar todos los ambientes para que enfermedades no se propaguen. Que fútil es creer que existe un futuro sin amenazas.

Nos queda aprender a vivir sin la pretensión de almidonar al mundo y retirar de él sus percances. Nos queda rehusarnos a la religión que intenta transformar a Dios en una divinidad que premia a los que lo merecen con un “algo más” que ayuda a controlar los peligros de la vida con sus vicisitudes. Nos queda desaprender el deseo de ser feliz. Nos queda abrir mano de querer salvar la vida, porque quienes lo intentaron se condenaron a deambular, sin jamás lograr vivir.

A propósito de eso, recuerdo una historia extraordinaria, que describe el dialogo entre una monja americana cuidando leprosos en el Pacífico y un millonario de Texas. El millonario, viéndola tratar a aquellos enfermos miserables, le dijo: “Hermana, yo no haría eso ni por todo el dinero del mundo”. Y ella le respondió: “Mi hijo, yo tampoco”.

Soli Deo Gloria.