1 de abril de 2007

Tres movimientos

por Ricardo Gondim

Hoy visité el Hospital São Paulo de la Universidad Federal.

Invitado por el grupo de capellanía que dirige un pastor bautista llamado Nino, caminé por los pasillos de la sala de emergencia, espié la unidad de cuidados intermedios pediátricos e incluso, tuve tiempo para hablar a los pacientes que lograron subir hasta el auditorio ubicado en el 15º piso.

Cuando salí frente a los edificios que me separaban del automóvil, fui invadido por un remolino de emociones, ideas, compasión, indignación y cansancio.

Ya que también hago de la escritura una catarsis, aquí estoy delante del teclado intentando exorcizarme o purificarme -quien sabe lo que deseo hacer- del escándalo provocado por una casa de salud brasileña; nadie visita un hospital público en Brasil y logra salir igual.

Antes, señoras y señores, recordemos que estuve en el hospital de la Universidad Federal de Medicina, de la más grande y rica ciudad de Sudamérica.

Mis impresiones de la visita:

1. El movimiento “evangélico” brasileño, con sus presupuestos teológicos, con su antropología, con su cosmovisión, con su cristología, con su pragmatismo, es el promotor de las neurosis más absurdamente disfuncionales; no sabe como consolar a las personas necesitadas y, peor aún, causa maltrato por donde pasa. Un cristiano que desea mantener su salud existencial o establecer cualquier contacto con el mundo, necesita pensar fuera de los moldes de la actual iglesia “evangélica”.

El pastor Nino me contó de la dificultad de aceptar voluntarios “evangélicos” en condiciones de visitar a los enfermos. En reiteradas ocasiones él es llamado a la dirección del hospital donde le llaman la atención, porque creyentes, a los gritos, quieren expulsar demonios “escondidos” bajo las camas, o porque oprimen con remordimientos a quienes están sufriendo -haciendo afirmaciones absurdas que toda dolencia es fruto de pecados escondidos-.

Él me contó el caso de una señora que pidió oración por su hijo enfermo a una voluntaria. La creyente comenzó hablando en lenguas; en medio de su plegaria, paró y le dijo a la afligida madre: “¡No puedo continuar!, el pastor Nino no me permite hablar ese tipo de cosas”. La madre insistió, desesperada: “No haga eso, por favor, quiero saber lo que está sucediendo”. La hermanita, sin ningún discernimiento, sin nada de gracia, sin Dios y sin su Espíritu, profetizó. “Pasa que acabo de tener una visión de su hijo, muerto dentro de un cajón”. No vale la pena relatar el resto de la historia. Tétrico.

2. Por otra parte, felicité la grandeza de las heroínas y de los grandes hombres de fe. Un puñado de gente sobresale todos los sábados en aquel hospital. Algunas mujeres, con edad para ser mi madre, corrían hacia arriba y hacia abajo para no dejar a nadie sin ser visitado antes del almuerzo.

Presencié una pequeña obra de títeres; mis ojos se llenaron de lágrimas cuando una paciente entró en el auditorio ayudada por dos señores, empujando su suero. Quiero celebrar a esos anónimos que trabajan para el Reino y se dan al prójimo sin esperar ningún galardón.

Ellos son el remanente de Dios, hacen parte de la gran nube de testigos que honran la fe; de los cuales el mundo no es digno.

3. Finalmente, hoy me desilusioné de una vez por todas con el futuro de Brasil. Soy hijo de un país hipócrita; tengo vergüenza de mi patria. Este hospital estaba repleto de camillas que atascaban los pasillos. En ellas vi a mis hermanos enfermos, mutilados en accidentes, victimas de crímenes, mi gente, que sufre con dolencias agudas.

Las camillas estaban oxidadas, la mayoría no tenía ni una mísera colchoneta. Mis compatriotas esperaban su turno acostados sobre hierro sucio. Nino, entonces, me pidió ayuda para hacer una campaña para comprar 60 colchones para la enfermería. Le pregunté cuanto costaba cada colchón. Con desagrado, me respondió: “Sesenta reales”. Menos de treinta dólares, señores diputados.

Le comenté que el año pasado nuestra iglesia contribuyó con cerca de 300 colchas para abrigar a los pacientes de las enfermerías de ese mismo hospital. El capellán reaccionó rápidamente: –“Sí, agradézcale a la iglesia Betesda por las colchas, son de gran valor incluso en el verano”–.

Sin entender lo que él quería decirme, le pregunté: – ¿Cómo? ¿Colchas en verano? ¿De gran valor? –. El capellán me llevó hasta una cama, tiró de la punta de la sábana y verifiqué que muchas colchas se doblan para servir de colchón.

Me quedé indignado. Contuve el impulso de decir una grosería. Sin querer, Nino hizo que mi indignación se desbordara: “El año pasado el presupuesto del hospital fue recortado por el gobierno del PT (Partido de los Trabajadores) para subsidiar el programa “Bolsa Familia”, considerado el único programa que podría garantizar la reelección de Lula”. Ahí si que no hubo caso, la mala palabra salió fuerte y sin culpa.

No creo más en que el modelo de esa iglesia “evangélica” que se esparció en mi tierra y se volvió hegemónico logre cumplir, mínimamente, la agenda del Reino de Dios.

Estoy totalmente desilusionado con Brasil; con su democracia; con sus partidos políticos; con su poder judicial; con su poder legislativo; con su policía militar, civil y federal.

Brasil no tiene arreglo y, de aquí en adelante, caerá velozmente en el abismo de la violencia, de la miseria y del sufrimiento.

¿Qué voy a hacer con mi vida? Seguiré visitando hospitales; voy a incentivar a los “pastores Nino” de la vida, voy a enseñar a mis discípulos a vivir con integridad en sus círculos de influencia y amistad; predicaré lo que mi conciencia me enseña sobre el Evangelio; intentaré vivir con alegría alrededor de quienes amo; y buscaré calmar el sufrimiento de los pocos que pueda.

Eso fue lo que quedó de mi hoy.

Soli Deo Gloria.