En Egipto, de vuelta al pasado
por Ricardo Gondim
Entré por una puerta baja y estrecha, me quité los zapatos y me vi frente a frente con la historia. La capilla saturada de humo, el suelo alfombrado y mis pies descalzos no me dejarán olvidar: yo estaba en al Monasterio de San Macario de la Iglesia Ortodoxa Copta, a unos 150 km. de El Cairo. Una construcción en medio del desierto. La experiencia fue única. Viajé en el túnel del tiempo hasta el siglo cuarto después de Cristo (recuerda que estamos en el veintiuno). El humo era incienso y mi olfato me ligaba a lo Divino, como natural de Ceará, me gusta la idea de poder “oler” a Dios.
Acompañado por otros pastores evangélicos, estreché la mano del monje Ireneo, un señor de 59 años de edad, que nunca se corta la barba y que nos recibió cubierto de un hábito negro. Además de un gorro negro, también usaba un velo. Ireneo tiene un doctorado en farmacología, entró a la visa monástica hace más 30 años y durante todo este tiempo nunca ha pisado el lado de afuera. No tiene contacto con el mundo, con los medios o con cualquier entretenimiento secular.
Con la misión de orar y trabajar, Ireneo cuida de la impresión de los libros que sus hermanos monjes escriben sobre espiritualidad, historia y teología.
Los coptos (copto significa egipcio) creen ser discípulos del evangelista Marcos. El monaquismo egipcio tuvo su origen mucho antes que las tradiciones monacales católicas. En la época de las persecuciones que los cristianos sufrieron en Alejandría, algunos hombres entendieron que debían preservar la fe refugiándose en el desierto. San Macario, influenciado por San Antonio cerca del año 340 d.C., asumió la dirección de uno de esos refugios. Para que la fe no se corrompiera, Macario hizo voto de vivir en absoluta soledad (la raíz mono en monaquismo significa solo).
Le pregunté a Ireneo cómo era su día. Hablando bajo, me contó que todos se levantan a las 4 de la madrugada y oran hasta las 6. Desayunan en silencio. Trabajan en las huertas, pomares y en la cría de ovejas y vacas lecheras. Almuerzan en silencio. Oran otras dos horas. Estudian y trabajan hasta las 6. Luego todos se encierran en sus celdas y cenan (o no) en soledad. Al día siguiente, la misma rutina.
Algunos pastores que acompañaban la visita fruncían el seño. Otros se mostraban indignados con la falta de compromiso de los monjes con las necesidades del mundo. A los más intolerantes les escandalizó el incienso. Pero yo quedé extasiado con la visita. ¿Cómo no impresionarme con una página importante de la fe cristiana? El legado de esos hombres preservó documentos vitales; debemos a los copistas, estudiosos y místicos la continuad del mensaje de Cristo en la época de la corrupción de cardenales y papas. Época de traidores de la fe.
En la capilla donde 49 monjes fueron despedazados, me recordé que la rama “protestante-fundamentalista-evangélica-pentecostal” que me formó tiene poco peso en la historia, menos de 150 años. El monasterio de San Macario sobrevive hace 1500.
Ireneo dejó su empleo y su familia, cambió de nombre, hizo voto de castidad y de pobreza. Todos los días lee la Biblia y se coloca en la brecha de la intercesión, suplicando a Dios para que no deje al mundo desbarrancarse. No sé si yo tendría el valor de hacer lo mismo, por lo tanto, no puedo criticarlo. En la despedida le pedí que me incluyera en sus oraciones, pues soy yo el miserable, ciego y desnudo.
Soli Deo Gloria.