1 de agosto de 2007

Fe

por Ricardo Gondim

Rogerio era un evangelista que predicaba en la plaza pública. Siempre, luego del sermón, prometía sanar a todos los presentes, imponiendo las manos sobre los que pasaran al frente. En la noche en que lo ayudé, unas ochenta personas respondieron al llamado. Entre ellas, una señora cargaba un niño con graves disfunciones motoras; era evidente que había nacido con algún raro síndrome genético.

Rogerio, como un pastor pentecostal, comprensiblemente, deseaba que los milagros sucedieran. Cuando vi los rostros ávidos por un socorro celestial, me repetí a mi mismo que yo también sería capaz de pasar la noche entera de rodillas clamando a los cielos, si fuera necesario, para que todos allí fueran sanados. Y no despegué la vista, ni un minuto siquiera, de aquel niño en los brazos de su madre.

¡Pero nada sucedió! Las nubes que escondían a la luna permanecieron inmóviles y ni siquiera un hilo delgado de luz nos alcanzó.

El niño, como un muñeco de trapo, sin músculos, seguía flácido en el regazo materno. El culto terminó y, seguramente, ambos regresaron tristes a la chabola fétida donde vivían.

Luego que el pueblo se fue, continué al lado de Rogerio, pero sentí pena de verlo gritar, hecho un náufrago desesperado por la indiferencia del navío que pasa de largo.

Él me miró, entre tanto, de reojo y con un dejo triste. Quizá no haya querido encararme, pues sabía lo que yo pensaba sobre lo que acababa de suceder.

Aquella noche me marcó a fuego. Quedé deshecho. No logré siquiera analizar dónde habíamos errado. Tampoco creí correcto confrontar la sinceridad de Rogerio, que daba sus primeros pasos como evangelista. Yo no tenía derecho de agriar aún más su fracaso en producir milagros para la gloria de Dios. Era alguien a quien no le faltaba integridad.

Pasados veinticinco años de aquella noche nunca conversé con nadie sobre los traumas provocados por nuestra incapacidad en producir aquel único milagro que podría haber cambiado la miseria de un niño.

No sé si Rogerio todavía predica en las plazas. Yo, no obstante, sigo cuidando de una iglesia. Entre los miembros de nuestra comunidad tenemos niños portadores de síndromes igualmente complicados, amputados, ancianos con enfermedades crónicas, sordos (formamos un grupo de sordos y nuestros cultos ya son traducidos en lengua de señas) y discapacitados visuales.

Como no logro barrer bajo las alfombras misteriosas de la teología las respuestas que necesito para mi mismo, comencé una nueva jornada para entender el significado de la fe.

Fe ya no significa para mí una fuerza proyectada en dirección a Dios que lo induce a actuar. Entiendo que Dios no se encuentra inerte, esperando por la habilidad que mujeres y hombres tienen para mover su brazo. Incluso, paré de decir que la fe mueve la mano de Dios.

Fe ya no significa para mí una seña que abre de par en par las ventanas de las bendiciones celestiales. Rechazo la noción de que Dios oculte sus maravillas o dificulte nuestro acceso a ellas. No necesitamos comportarnos como niños que buscan huevos de chocolate en Pascua. Es más, considero la expresión “conquistar una gracia” una contradicción tan horrenda que me produce escalofríos cada vez que la escucho.

Fe significa para mí una apuesta a que los valores, los principios y las virtudes del Evangelio son suficientes para que yo enfrente la vida con todas sus contingencias. Veo que los personajes bíblicos no eludieron los imprevistos de la vida, no se anticiparon a los accidentes futuros y tampoco se blindaron contra las maldades humanas. Al igual que ellos, no quiero vivir bajo un caparazón.

Fe significa para mí que el Espíritu de Cristo da deseos de mirar a la historia con valentía para no necesitar apelar a lo mágico, al hechizo y a lo sobrenatural. Por causa de la fe no pedimos ser guardados del dolor. La fe bíblica nos convoca a andar en las pisadas de Jesús y no apocarnos ante el acoso religioso, la persecución y la muerte impuestos por los regímenes imperialistas.

Fe significa para mí la posibilidad de la rebelión contra el status quo, porque él no refleja la voluntad de Dios. El sufrimiento humano no hace parte de una Providencia remota, las catástrofes no son dolores de parto que anticipan la alborada de un futuro glorioso.

El colonialismo que condenó a centenas de millones de negros a horrores indescriptibles, las guerras inútiles que diezman a jóvenes ingenuos, los horrores de la prostitución infantil, no fueron planeados por Dios. Convivimos con un sistema en abierta rebelión contra el Creador, y contra ese sistema debemos sublevarnos.

Existe una fe profética, visceral, que me convoca a gritar ¡NO! Esa fe me deja intranquilo. Mis zonas de confort me señalan a la cara, pues vivo sujeto al sistema pequeño-burgués que legitima el deterioro ambiental; callo delante del capitalismo neoliberal que produce excluidos; me acobardo ante las amenazas de ser un exiliado social.

Ya que abandoné el paradigma de una fe funcional, utilitaria, de causa y efecto; quiero, tan sólo, tener el pecho para afrontar el riesgo de vivir sin pie de apoyo, de vivir la libertad prometida por Cristo y de anhelar una única seguridad: saberme gratuitamente amado por Dios.

Soli Deo Gloria.