28 de febrero de 2007

¿Cómo es el amor de Dios?

por Ricardo Gondim

Se hace mucha gimnasia con la Biblia. Se usan versículos para todo; al mismo tiempo, sirven para bendecir la guerra como para sembrar la paz; para validar los mecanismos opresores que perpetúan la pobreza como para infundir la revolución de los excluidos.

Uno de los textos más usados, celebrados y repetidos de la Biblia es el capitulo 13 de la primera epístola que el apóstol Pablo escribió a los Corintios. Quizás ese capítulo sea tan celebrado por tratar un asunto emocionante: el amor.

Ya lo escuché una infinidad de veces en los casamientos y se que diferentes artistas lo han musicalizado. Algunos profesores lo usaron durante las clases en que buscaban instruirme sobre como amar.

Generalmente, se usan los tres primeros versículos para explicar que el amor es mucho más noble que los dogmas, los carismas y los desempeños religiosos.

“Si hablo en lenguas humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas, pero no tengo amor, nada gano con eso”.
Entre los versículos del 4 al 7, Pablo describe algunos atributos del amor. La nobleza de la descripción nos humilla en nuestra arrogancia de decir que sabemos amar.
“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
¡Lindo! Repetimos a coro. Sucede que esta lista no es apenas una receta para enseñarnos a amar, también indica la manera en como Dios nos ama.

Intentemos acompañar el pensamiento de Pablo proyectándolo en Dios. Si Dios es amor y el amor todo lo sufre – él padece; si Dios es amor y el amor todo lo cree – existimos, porque él todavía apuesta en nosotros; si Dios es amor y el amor todo lo espera – él aguarda pacientemente por nosotros; si Dios es amor y el amor todo lo soporta – el sufrimiento que se universalizó, produce un dolor incalculable en su corazón.

Infelizmente la cristiandad occidental prefirió focalizar su atención en la omnipotencia divina. Si acaso se hubiese mirado con más atención a su amor, se comprendería mejor quien fue Jesús y qué vino a hacer aquí a la tierra.

Nunca tengamos miedo de decir que el amor de Dios es frágil, como frágiles son todos los genuinos amores. Recordemos que Jesús lloró sobre la impenitente Jerusalén, y que dejó ir a un joven rico que mucho amó.

¿Qué nos atrae de Cristo? Espero que no sean las descripciones de su majestad, sino de su humanidad – el Padre sólo le dio un nombre que está por encima de todo nombre porque vio que él nunca codició el poder, sino que quiso servir. Él no deseó un trono, sino una cruz.

El Dios encarnado expresó, con mansedumbre y humildad, la forma frágil y tierna en que el Padre ama a la humanidad.

Los dioses que intentan imponerse por el misterio, por la manifestación del poder y por la magia, son ídolos. Los cristianos predican a Cristo crucificado.

Soli Deo Gloria.

¿Será verdad que Dios es amor?

por Ricardo Gondim

¿Dios ama o no ama? He aquí la más fundamental de todas las cuestiones. Si Él no ama, vagamos solos en un universo frío y oscuro; existimos sin razón y desapareceremos sin jamás saber el por qué de nuestro nacimiento.

Sin embargo, afirmar que Dios nos ama no resuelve nuestra angustia existencial, por el contrario, genera inquietudes todavía más complejas y dolorosas.

¿Cómo? Si Él ama, ¿por qué somos testigos de tanta maldad y sufrimiento? ¿De qué manera explicamos las muertes injustas y absurdas? Decir que Dios es amor sólo agudiza nuestro problema.

Fue Epicúreo quien propuso el dilema: “O Dios puede y no quiere evitar el mal, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es omnipotente; o no puede ni quiere, y entonces no es Dios”.

Ciertamente, dentro del pensamiento griego no existen medios de conciliar ese dilema. La divinidad, según la filosofía helénica, era tan absolutamente perfecta, más majestuosa que cualquier comprensión humana, que nada podía afectarla. Cualquier cosa que influenciara, impactara o modificara a la divinidad tendría que ser más poderosa que el propio Dios, lo que era imposible.

De esta manera, Théos era el motor que movía todas las cosas, pero nada lo movía a él – de ahí el concepto aristotélico de que “Dios es el Motor Inmóvil”. Dios jamás podría alegrarse, ya que la alegría era una alteración del espíritu; nunca sentiría misericordia; no sufriría bajo ninguna circunstancia. Así que los antiguos se preguntaban: “¿Quién reuniría las condiciones de causar impacto en el ser divino?”.

Los judíos, no obstante, no especulaban sobre la divinidad a través de los conceptos como hacían los griegos. La cultura hebrea trataba lo sagrado a través de la narrativa. Ellos no cuestionaban como era el ser divino en su realidad metafísica – fuera de la historia – ni siquiera especulaban con la categoría de la lógica.

Para un judío, la historia era más concreta que cualquier concepto especulativo. Ellos repetían de generación en generación lo que había sucedido con sus padres; contaban como Dios lidió misericordiosamente con sus errores, y como Jehová los amparó en tiempos de necesidad. Y eso les era suficiente.

Debido a esa cultura, en el mismo periodo histórico en que los filósofos atenienses discutían sobre lo insignificante y lo superficial, los profetas judíos se preocupaban en denunciar la negligencia con las viudas, pues era en la historia que ellos podrían revelar la justicia divina.

La afirmación del evangelista Juan de que Dios es amor -ho Theós agape estín- (1º Juan 4:8-16) no puede ser comprendida sólo como una metáfora para enriquecer el estilo literario, tampoco como propuesta conceptual sobre Dios. Él afirma que Dios es amor bajo el concepto judío, no bajo el concepto griego.

Y es a través de la narrativa que se debe mantener la revelación del amor de Dios. La historia no define, apenas describe a Dios como un amante. Esa revelación es la piedra angular, el tronco, el eje, el núcleo, de todo el discurso cristiano.

Una afirmación categórica como esta, sólo cabe en la narrativa bíblica. Dios es amor. Sin embargo, proponer ese tipo de cosa era un escándalo para Aristóteles, pues para él, los humanos no eran más que polvo, y se mantenían incapaces de despertar cualquier tipo de sentimiento en la divinidad.

Pero al transcurrir la historia bíblica, el amor de Dios fue revelado como parte constitutiva de su carácter. La Biblia no se organizó con la intención de codificar verdades, es un libro que cuenta historias de personas, clanes y naciones que experimentaron en sus diversas realidades el amor de un Dios que cuida sin necesidad de ser estimulado.

En la Escritura, cuando Él creó, creó por amor; cuando sustenta al mundo físico y humano, lo hace en amor; cuando ejercita el juicio, juzga con amor. Los profetas, evangelistas y maestros intentan mostrar que en el amor tenemos la más exacta expresión de la naturaleza divina.

Por lo tanto, la declaración de que Dios es amor en la tradición judeocristiana, no se restringe a un enunciado filosófico abstracto, es un anuncio histórico-salvífico. El amor compasivo de Dios se acumula en acciones y encuentros por todos los libros de la Biblia.

Es repetido tantas veces en el obrar de Cristo, que pasó a ser el tema dominante de las iglesias que nacieron a lo largo de la historia; los apóstoles insistieron que su amor se reveló con Gracia – Gracia, que es la única manera como Dios trata con sus hijos.

Dios no ama por necesidad, sino por gratuidad – de ahí que su amor sea ágape; un amor que no es una necesidad divina. El Señor pacientemente llama, espera, se involucra con sus hijos, aún cuando ellos se muestran desobedientes y obstinados.

Cuando un judío o un cristiano primitivo afirmaron que Dios es amor, jamás pensaron en restringirlo a un concepto. Fue Él quien prefirió revelarse así; sus atributos de justicia, paciencia, poder, etc., se conectan a la caridad, pues todo hace parte de su iniciativa de mantenerse leal.

Por lo tanto, en la narrativa judeocristiana, el mundo existe por mera gratuidad de Dios. Y cuando, en lo cotidiano, no se consigue experimentar felicidad, justicia y paz, eso no es deficiencia del amor divino, sino la rebelión de los humanos a Su amor.

Delante de la miseria y del sufrimiento del universo, ningún escritor de la Biblia hebrea o cristiana tuvo miedo de decir que Dios se desilusionó. Y es por causa del dolor y de la decepción divina que el concepto aristotélico de Dios no combina con el de la revelación bíblica.

Sin el “Motor Inmóvil” como referencia, le resta al cristianismo mirar nuevamente a Jesús para comprender a Dios – “Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo”. El Dios que escogió amar fue el Dios que se encarnó y se hizo vulnerable. Así, para conocer mejor a este Dios no es necesario especular sobre su omnipotencia como un concepto, sino probar su amor vivencialmente en la persona del Nazareno.

Dios se reveló en la historia a través de relaciones afectuosas, y en Jesucristo esta revelación llega a su clímax. El Dios encarnado vino a buscar lo que se había perdido, y lo hizo procurando que hombres y mujeres respondiesen a sus gestos de ternura y que amaran a Dios por gratuidad. “Mira que estoy a la puerta y llamo”.

Cristo no fue manso y humilde solamente mientras estuvo aquí en la tierra. Él eternamente es así, como también lo es el corazón del Padre.

En cualquier relación no hay lugar para hablar de poder o de “potencias irresistibles” – sea de padre para hijo, de marido y mujer, o de amigos. Así también, categorías de fuerza en nuestra relación con Dios, sólo cabría si deseáramos afirmar que él, unilateral y soberanamente, decidió crear la humanidad para tener una familia.

Por lo tanto, podemos proclamar que Dios, el mayor y más perfecto amante, es frágil. Aprendemos como él es modelo y afirmamos: todos los que deseen amar, igualmente necesitan abrir mano de la fuerza para cautivar al otro.

Por eso, cuando se habla de divinidad, sólo se tiene el ejemplo de Cristo, el más humilde, el menor, el más siervo; que amó con tanta intensidad que su pasión es la más noble y digna fuerza; delante de su “debilidad”, caemos de rodillas.

Jesús, al contrario de lo que se espera de los ídolos, reveló la grandeza de su ser no subyugando, sino arrodillándose, no manipulando, sino suplicando, no imponiéndose, sino muriendo – “la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza humana”.

En la revelación judeocristiana se afirma que Dios creó al mundo con el objetivo de tener una familia; y para que eso sucediera en amor, él dio la libertad más radical – la de nosotros poder decir “no” al propio Dios. Por ese motivo existen miserables y tiranos, sufridos y opresores, vasallos y caudillos.

Entonces, la mejor respuesta para Epicúreo sería: – Tú tienes una noción errada de omnipotencia. Dios quiere, sí, acabar con el sufrimiento, pero no lo hará de acuerdo a tus equivocadas expectativas filosóficas –.

Dios soberanamente decidió construir la historia asociándose con el hombre; jamás forzando, él interpela a hombres y mujeres para concretar su amor en la sociedad.

No, la desgracia humana no invalida el amor de Dios, ella sólo nos muestra cuanto nos distanciamos de Él, el frágil y tierno amante.

Soli Deo Gloria.

23 de febrero de 2007

Inquietudes y exilio

por Ricardo Gondim

He hecho algunas afirmaciones que han causado furia en los campamentos conservadores del movimiento evangélico. Con cierta frecuencia recibo mensajes de creyentes, seminaristas y hasta pastores, preocupados con los “dimes y diretes” que se propagan tras los bastidores evangélicos sobre mis herejías.

Recientemente, conversando con una persona que yo consideraba con una mente preclara, supe que me había vuelto tan controversial que causaba estorbo.

Él quería distanciarse de mi porque se sentía responsable por la iglesia evangélica brasileña, que en su visión aún estaba “inmadura y sin preparación” para lidiar con asuntos delicados de la teología; y yo provocaba mucha inquietud.

No sin rodeos, me avisó que ya no podría caminar a mi lado. Terminamos nuestro almuerzo en un clima tenso. Noté que mi ex amigo tenía temor de ser visto con mi compañía. Nunca más conversamos.

Me acusan de superficial y falto de consistencia en mi labor teológica. Coincido plenamente con ese juicio de valor. Soy, justamente, un pozo de incoherencia, vacilo entre diversas teologías, me entusiasmo con la visión del mundo del libro más reciente que he leído y no logro definirme dentro de una escuela. A decir verdad, me veo en flujo, saliendo de una hermética escuela de pensamiento.

Por años, intenté leer la Biblia de acuerdo con la tradición “evangélica” más próxima del fundamentalismo norteamericano. Percibía la historia a partir de un optimismo determinista. Dije y repetí varias veces: “Todo va a salir bien; al final, el grito de la victoria pertenecerá a los creyentes”.

Recuerdo que elaboré mapas escatológicos para dar clases en la Escuela Dominical. Yo sabía exactamente el orden cronológico, los eventos y la configuración geopolítica de la Europa que preanunciaría el arrebatamiento de la iglesia. Hoy, me siento ridículo sólo de pensar que enseñé sobre “La Segunda Venida de Cristo” de acuerdo al dispensacionalismo de Scofield – un fundamentalista que dividió la Biblia en “dispensaciones”, limitando las acciones de Dios dentro de periodos definidos – la exégesis de él es bizarra. Se me puso la “piel de gallina” de la emoción cuando un amigo prometió que el Señor volvería corporalmente durante su tiempo de vida (él ya murió).

Ya creí que Dios controlaba la historia de una forma misteriosa y que determinó el comienzo, el medio y el fin de todo por medio de su remotísima providencia. Acepté como verdadera, la metáfora de Dios como un tapicero que teje la realidad, pero sólo nos deja ver la verdad de los hechos cuando le conviene.

Según esta visión de Dios, cuando nos enfrentamos con la desgracia, la miseria o la muerte, no debemos desesperarnos porque existe otra realidad, escondida para nosotros, en la eternidad; sólo que Dios no nos revela siempre lo que Él está haciendo.

Lamento recordar que ya intenté consolar a una madre que perdió a su hija, con el cliché: “Dios tiene un propósito para la muerte de su hija, pero sólo dirá el por qué cuando lleguemos al cielo. Por lo pronto, no nos es permitido conocer todos sus designios”. Perdí contacto con aquella madre, pero si ella estuviera en profunda depresión, o fuera atea, la culpa es mía.

Yo ya creí que Dios “premia” a algunos de sus hijos con milagros. Además, tuve la certeza que Él interferiría en nuestra historia dándonos alivio, prosperidad, sanidad, progreso, protección y longevidad. Sin embargo, no reflexionaba sobre sus criterios de justicia para realizar tales maravillas. Jamás comprendí que, si Dios nos ama gratuitamente, los milagros no pueden caer apenas encima de quien sabe orar mejor.

El gran cambio en mis conceptos sobre milagros sucedió el día en que vi un reportaje sobre los niños con sida en Congo. El periodista mostraba los pasillos inmundos de un pequeño hospital; gráficamente exponía el dolor de los niños gimiendo moribundos encima de finos colchones de plástico. Mis ojos gotearon lágrimas cuando se mostró la cámara de la morgue, ya sin lugar para tantos cuerpos. No resistí el llanto de las madres que enterraban sus “angelitos”.

En ese momento, pensé: “Si Dios es justo y ama gratuitamente, no es posible que él haga tanto milagros en mi congregación burguesa de San Pablo o en Dallas, en el millonario Texas, y le de la espalda a tanto sufrimiento en África”.

A partir de ese día, paré de querer explicar los agresivos horrores de la vida con estribillos repetidos hasta el cansancio. Hoy, me rehúso a contemplar la aflicción humana con cinismo religioso. No me basta con repetir que la raza humana cayó con Adán y, por eso, sufrirá todas las consecuencias de su pecado, aunque él no haya pedido nacer.

No puedo más celebrar mi salvación y mi suerte de ser bendecido, mientras que multitudes nacen, mueren y son enterradas sin siquiera tener un registro oficial de que vinieron al mundo. No se decir que aquellos miserables fueron creados por Dios como “vasos de deshonra”, meros dientes del engranaje celestial que exaltará a Dios, pero que morirán y arderán en el infierno para siempre.

No juzgo a quienes se contentan con verdades que aprendieron y que se volvieron sus convicciones vehementes.

Yo sólo quiero responder a los anhelos de mi corazón que percibe que Dios no es tan pequeño como yo creía; deseo conciliar mi percepción de la Biblia con la existencia que me rodea.

Cuando lo logre, dormiré en paz. Y eso basta, aún cuando me cueste algunos compañeros.

Soli Deo Gloria.

19 de febrero de 2007

Cristianos inoperantes

por Ricardo Gondim

Crece, día a día, mi inquietud con algunas expresiones de la cristiandad occidental.

Noto, por un lado, una piedad desencarnada, sin relevancia delante de la vida, destituida de racionalidad y pobre de sentido común.

Percibo, por otro lado, una espiritualidad llena de buena voluntad, rellena de “profetismo” e indignación, pero impotente y que contribuye poco a la construcción de la historia.

Mis intuiciones más primitivas me muestran algunas cosas. ¡Antes de continuar! De antemano, ya se que estoy perdiendo a una gran porción de pensadores cristianos que no valoran las intuiciones en el ejercicio teológico. Todo bien. Solo adelanto que, al hablar de intuición, me valgo de mi cuna pentecostal que me autoriza a pensar, también, con las entrañas.

Vamos a mis “insights”:

1. Sugiero que se considere el libro de Eclesiastés como uno de los principales ejes hermenéuticos para llegar a comprender la Biblia. Se necesita tomar este libro más en serio. Mientras que los evangélicos no tengan el valor para enfrentar la vida con sus contingencias, casualidades, y con su futuro abierto, no hay caso, ellos van a continuar atados de pies y manos para transformar la realidad.

El pretendido axioma de que el fin de la historia ya está preparado, llevará, por más que se diga que no, al fatalismo. Pues, si la historia sigue caminos que la Providencia estableció desde antes de la fundación del mundo, aunque nos crucemos de brazos (postura que sólo nos traería perjuicio, lo afirmo) ella llegará a su destino sin depender de nosotros. Esta comprensión, aunque muy sutil, genera inoperancia.

¿Cuál será el futuro de Brasil? Si ya estuviera preparado, si ya fuera conocido plenamente, (no como posibilidad, sino como realidad) aquellos que no cooperen, sólo perderán la oportunidad de ser participantes, porque Brasil se transformará en lo que tenga que ser. Claro que existe una cierta comodidad en pensar en el futuro como algo ya determinado, y esa comodidad estanca el vigor transformador.

2. Percibo que algunos tienen miedo de rever sus conceptos sobre soberanía divina; se aterran con la posibilidad de estar disminuyendo sus convicciones teológicas y sentimentales sobre la omnipotencia divina. Nada más cercano al sacrilegio, para algunos. Esos, que no logran criticar la comprensión del sentido común sobre la soberanía divina, repiten que todo está bajo el control absoluto de Dios y que nada sucede sin que El tenga algún propósito.

Así que establecen como verdad, aún sin percibir, que todos los mínimos detalles y todos los acontecimientos y las fragmentaciones que existen son parte de un plan cósmico.

¿Favelas? ¿Degracias mundiales? ¿Terrorismo? ¿Estupros? Todo, absolutamente todo, afirman resueltos, hace parte de la voluntad de Dios y redundará en gloria para su nombre. Yo, sin embargo, me atrevo a decir otras cosas sobre el asunto. Creo que no todo lo que sucede fue previsto, anticipo o partícipe de un intrincado engranaje celestial.

En mi opinión, la injusta distribución de la riqueza mundial, los gastos exorbitantes en armas y bombas, la cultura de la acumulación, del desperdicio y del consumismo y hasta el moderno mito del progreso que destruye ecosistemas, no tienen nada que ver con Dios. Él no puede pagar la cuenta de nuestros egoísmos, de nuestra perversidad y de nuestra indiferencia. A no ser que los evangélicos abandonen sus presupuestos deterministas de la historia, la acción cristiana permanecerá al margen de los verdaderos procesos de modificación de la realidad.

3. Noto que la doctrina de la salvación (soteriología) cristiana tiene su efecto recién después de la muerte, siendo un proceso que debería salvar a las personas dentro de la historia. Cristo no salva nada más para garantizar un estado “post-sepulcral” de alegrías perennes. Él desea que sus discípulos experimenten, en lo cotidiano, una calidad de vida ya contaminada de eternidad.

La buena nueva del mensaje evangélico anuncia que no basta salvar a los individuos de sí mismos, necesitan ser salvos para el prójimo; no basta salvar a los individuos del diablo, necesitan ser salvos para no demonizar sus relaciones sociales; no basta salvar a los individuos del mundo, necesitan ser salvos para volver al mundo y salarlo.

Mientras no se tenga el valor para repensar algunos presupuestos aceptados como dogmas y sin reflexión critica, los cristianos continuarán indignándose con la muerte de los niños, continuaran engrosando el coro de los irritados, continuarán dando golpes en las mesas sagradas, pero poco contribuirán para cambiar la existencia.

La religión solo tiene sentido cuando afirma que el mundo no está de la manera en que debería estar; y al verdadero cristiano le urge querer cambiarlo.

¿Quién se atreve?

Soli Deo Gloria.

15 de febrero de 2007

Basta de prometer bendición

por Ricardo Gondim

Ya no se soporta más tanta promesa de bendición. Molesta tener que oír a los pastores ofreciendo los más prósperos votos de felicidad y protección divina en cada culto. Ser bendecido se volvió casi una obsesión evangélica nacional.

Se promete tanta riqueza, salud física y felicidad que, por el número de campañas de oración realizadas, Brasil ya debería haber mejorado algunos de los índices de calidad de vida de las Naciones Unidas; con algo de alivio en la distribución de las ganancias o menos filas en los dispensarios públicos.

Basta de prometer bendición. La espiritualidad cristiana con sus oraciones, ritos y expectativas no gira en torno a la intención de ganar el beneficio celestial. El énfasis de los evangelios no se resume en un solo tema. Jesús les recordó a sus primeros discípulos que antes de preocuparse en salvar la vida, ellos necesitaban estar dispuestos a perderla (Marcos 8:35)

La magnitud de una causa no está determinada por aquello que sus seguidores ganan al conseguirla, sino por el precio que están dispuestos a pagar por ella.

Basta de prometer bendición. Los auditorios colmados de personas ávidas por recibir mayor auxilio divino favorecen el egocentrismo. Cuanto más se promete, más se quiere recibir. Ese camino no tiene fin. El salmo 106 narra el comportamiento de los judíos durante el período de su liberación del cautiverio egipcio.

Luego de sucesivos milagros, el pueblo parecía no saciarse, siempre exigiendo más. Esa fascinación por la siguiente intervención divina se transformó en codicia, y el versículo 15 nos deja una dura declaración:

“Y él les dio lo que pidieron,
pero les envió una enfermedad devastadora”.
Basta de prometer bendición. La Biblia no puede reducirse a una cajita de afirmaciones optimistas. Para seguir con su discurso de carácter práctico, la mayoría de los pastores sólo citan textos sacados del Antiguo Testamento y, aún, del período judío anterior al exilio.

Los sermones que buscan enfatizar bendiciones dejan de lado los textos contundentes del Nuevo Testamento en que los cristianos son convocados a vivir en un mundo cruel y doloroso. Jesús no intentó “dorar la píldora” y tampoco encubrió la verdad:
… en este mundo afrontarán aflicciones… (Juan 16:33)
Paulo advirtió a la Iglesia a no imaginarse bajo un caparazón de prosperidad:
Después de anunciar las buenas nuevas en aquella ciudad y de hacer muchos discípulos, Pablo y Bernabé regresaron (…) fortaleciendo a los discípulos y animándolos a perseverar en la fe. "Es necesario pasar por muchas dificultades para entrar en el reino de Dios", les decían. (Hechos 14:21-22)
Jesús reveló a la iglesia de Esmirna, en el Apocalipsis, el tenor de su misión:
“No tengas miedo de lo que estás por sufrir” (Apocalipsis 2:10)
Basta de prometer bendición. Quien se obliga verbalmente a dar todo, si es adorado, es el diablo; nunca Dios (Mateo 4:9). La espiritualidad judeocristiana no se establece sobre el utilitarismo. Dios no quiere adoración por lo que Él da, sino por lo que Él es.

En el libro de Job, Satanás hizo una acusación gravísima a Dios. Él intentó incriminar a Jehová de ser amado por sus hijos por soborno:
Satanás replicó:
¿Y acaso Job te honra sin recibir nada a cambio?” (Job 1:9)
La narrativa poética del libro entero deja claro que el Señor no era amado por sus innumerables bendiciones sobre la vida y la familia de Job que, pobre, aún puede exclamar:
“Desnudo salí del vientre de mi madre,
y desnudo he de partir.
El Señor ha dado; el Señor ha quitado.
¡Bendito sea el nombre del Señor!” (Job 1:21)
Basta de prometer bendiciones. La virtud cristiana que debe buscarse prioritariamente es la justicia. En el Sermón del Monte, los que tuvieren hambre y sed de justicia serán saciados (Mateo 5:6). Cuando el cristianismo destaca la promoción de la justicia, todas las demás bendiciones se vuelven secundarias (Mateo 6:33). Además, no existe predicación legítimamente evangélica sin la búsqueda del derecho:
… porque el reino de Dios no es cuestión de comidas o bebidas sino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo. (Romanos 14:17)
Antes de ambicionar para sí la benevolencia del Señor, los creyentes deberían anhelar la promesa de Isaías 61:3:
Serán llamados robles de justicia,
plantío del Señor, para mostrar su gloria.
La Iglesia Evangélica crece velozmente en Brasil, pero ¿se habrá dado cuenta de todas las implicaciones de lo que significa seguir a Cristo?

Soli Deo Gloria.

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N. del T. Este texto hace parte del último libro de Ricardo Gondim llamado “O que os evangélicos [não] falam”, aún no editado en español.


13 de febrero de 2007

Destino, libertad y transparencia divina

por Ricardo Gondim

No existe el destino, fatalismo – moira de la filosofía griega –. Cualquier insinuación, por más sutil que sea, que la historia ya está terminada puede generar un determinismo disfrazado de sumisión a Dios, del tipo: “lo que tenga que ser, será”.

¿Acaso accidentes, enfermedades, catástrofes naturales y procesos contra la vida pueden ser acreditados a la cuenta de la Providencia? Aunque el sentido común de la práctica religiosa afirme que sí, hay quien piensa de otra forma.

El teólogo latinoamericano Juan Luis Segundo afirmó exactamente lo contrario:

“Urge, por eso mismo, que una auténtica teología de la liberación libere a Dios de la responsabilidad directa de todo lo que sucede. Pues bien, quien desea ser un libre interlocutor de Dios, desea asumir una responsabilidad. Y sabe que eso supone un mundo imperfecto, donde el dolor – no tanto el propio, sino el ajeno – lo desafía a cada instante. Y lo desafía como la “novedad” que la casualidad coloca delante de la responsabilidad creadora. En este sentido indirecto y necesario, Dios quiso el dolor, no porque tenga algún valor propio, sino porque es la única manera de dar al hombre la dimensión creadora, irrepetible, irreversible, de su libertad y responsabilidad. El universo entero – y Dios con él – sufre hasta que la libertad de los hijos de Dios se ponga en movimiento y se manifieste, al final (Romanos 8:19-20)”.
¿Todo hace parte de un plan o propósito que, aunque todavía no percibido, será revelado en una futura conclusión de la historia? ¿Podría Dios ser comparado a un tapicero que esconde el lado bonito de su artesanía, permitiendo que sus hijos contemplen apenas el reverso, resguardando para sí y para la eternidad, la belleza del lado del anverso? Pues, si Dios es luz, no se puede concebir que él obre con ambigüedad. Todo lo que él hace en la historia es transparente y coherente con su intención tras bastidores. Jesús afirmó que jamás imitaría a los religiosos del misterio, que practicaban ciertas cosas que necesitaban ser mantenidas en secreto. Él, por el contrario, quería que se proclamaran sus actitudes, palabras y gestos “desde las azoteas”.

Soli Deo Gloria.

12 de febrero de 2007

Un pobre a la orilla del camino

por Ricardo Gondim

Corro por las calles ahumadas de San Pablo. Para disfrutar un parque necesito conducir varios minutos. Se que corriendo por las aceras me privo del aire puro y del escenario más paradisíaco de los bosques. Gano, sin embargo, con la diversidad humana. Paso por las paradas de ómnibus, me desvío de gente que conversa riendo, contemplo señoras paseando sus perros de raza. Veo caras, percibo olores. Por la tarde, siempre está el perfume de los jabones que lavaron el sudor de los obreros pacientes.

Hoy noté a un recolector de papeles, de esos que empujan sus carritos y sustituyen a las mulas. Descansaba a la orilla del camino, casi impidiendo mi carrera. Disminuí el ritmo y lo observe desde arriba. Leía una revista que expone la vida de la gente rica y famosa. Las coloridas fotos debían mostrar alguna pareja sonriente en alguna fiesta suntuosa u ostentando su yate nuevo.

Seguí hacia el frente, trotando más despacio; ahora cargaba aquel pobre en mis pensamientos. Medité en el significado de las fotos para mi nuevo compañero de carrera. Se que duerme en alguna favela sobre un colchón inmundo, se cubre con alguna manta maloliente, no dispone de agua corriente ni cloacas. Con lo que gana reciclando cajas de cartón, vidrios, restos de hierro y aluminio no compra una camisa nueva, zapatos de cuero o un abrigo para el frío.

Su realidad es igual a la de la mitad de la población del mundo que vive con menos de dos dólares por día; semejante a otro contingente: más de un billón de seres humanos que viven con menos de un dólar por día. Si tuviera hijos, probablemente uno haya muerto. Diariamente, treinta mil niños mueren por causa de la desnutrición y enfermedades prevenibles.

Cuanto más yo corría, más él me pesaba. No logré para de pensar, “¿Será que él medita en la injusticia global? ¿Sufre con su incapacidad de revertir su suerte? ¿Será que como yo, se indigna con el orden económico mundial?”

Terminé mi recorrido más cansado de lo normal. Enjaboné mi espalda y dejé que la lluvia de la ducha cayera sobre mi sudor, no obstante no logré lavar mi alma. Reconozco que para sobrevivir he creado callos en el corazón.

Aún así, su imagen se filtró en mi retina. Me dispongo a continuar cargando a aquel pobre sin nombre, hasta que un día escuche su voz diciéndome: “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve frío y me vistieron, sed y me dieron de beber”.

Soli Deo Gloria

Mis incertidumbres

por Ricardo Gondim

Si expongo mis vísceras, escribo mi diario en público y revelo mis intimidades a desconocidos, obviamente, me vuelvo vulnerable. Se de los riesgos cuando permito que extraños caminen en el suelo sagrado de mi corazón.

Cuando sangro en plena avenida, soy acogido por viajeros considerados; sin embargo, no faltan pedradas de quien investiga en mis flaquezas las pruebas de mis fracasos.

Incluso reconociendo los peligros de desnudarme en la plaza, insisto en hacerlo. Ya no sabría escribir sin arrancar de mis entrañas la materia prima de esas mal trazadas líneas.

Por más que a los creyentes les produzca escalofríos, no temo divulgar mis incertidumbres. Cada día que pasa me siento más indeciso sobre mi mismo. Parezco ser lo que no soy, y soy lo que no parezco ser. Si me alegro con el niño que vive dentro mío y que se rehúsa a crecer, también me asusto con el viejo que me acecha desde las fotografías coloridas, queriéndome poseer.

Sí, estoy cada día más inseguro de cómo enfrentaré la muerte de mis amores. ¿Tendré el valor de enfrentar a esa enemiga cuando ella llame a la puerta de mi casa?

Mi fe no nació de certidumbres, sino de dudas. Sólo quien no logra probar, necesita creer. Se sobre lo imponderable divino por un tenue testimonio de mi corazón. El Espíritu testifica a mi espíritu, y eso parece ser suficiente. Pero, ¿cómo probarlo? Cuando recurro a los argumentos racionales, implorando que ellos corroboren verdades tan sutiles, los percibo impotentes. Reconozco la fragilidad de mi fe que solo oye lo inaudible, solo percibe lo imperceptible y solo toca lo intangible. Cuando afirmo que se, mi corazón apuesta a lo que verdaderamente nada sabe.

A veces, me siento inseguro como David cuando halló que Dios le daba la espalda, y clamó: “¿Por qué te escondes de mi?”. Súbitamente pavores invaden mi alma y huyo dentro de las cavernas como Elías. Cual Juan el Bautista vacilo en mis convicciones, y pregunto: “¿Será que verdaderamente es Él a quien yo difundí, o estaba engañado?” Admito, ya me comporté como Tomás; pedí pruebas para cimentar mi fe.

Imagino cuanta negación es necesaria para nunca tener que admitir incertidumbres; cuanta energía, para demostrar que se trascendieron las fragilidades humanas.

No envidio la garantía de los religiosos, ni codicio sus fundamentos inamovibles. Me apiado de quien vive repitiendo que nunca se debilita en sus convicciones.

Soy un hombre de fe; he ahí la razón de tanta incertidumbre.

Soli Deo Gloria.

11 de febrero de 2007

Ira

por Ricardo Gondim

Soy pastor de una comunidad cristiana en San Pablo; lidero una red de iglesias esparcidas por Brasil, sumando entre veinte y veinticinco mil personas; conduzco diariamente un programa de radio también en San Pablo; escribo para dos revistas de circulación nacional y, porque mantengo una página en Internet, me siento miembro de la nuevísima comunidad de blogueros.

A pesar de eso, mi capacidad transformadora es insignificante. Mi voz, semejante a la de millones de brasileños, no representa casi nada; no soy conocido por las elites, nunca estuve en presencia de un presidente de la república y jamás usé un pasaporte diplomático.

Comparto el sentimiento de impotencia que se apodera de mis hermanos. Me siento frustrado, irritado, airado, indignado, no se ya que expresión usar con todo lo que sucede en mi tierra.

Presencié la elección de los nuevos presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado con un loco deseo de comprar un megáfono, ir a Brasilia, y ponerme a gritar groserías en plena plaza pública. Tuve deseos de llamar a aquellos políticos bien acicalados, erguidos dentro de sus trajes nuevísimos, posando empavonados para las fotógrafos, con las palabras más vulgares de la jerga portuguesa.

Entiendo que el juego político es necesario; se que las luchas de poder suceden en todas las instituciones; comprendo que es “malo con los diputados, peor sin ellos”.

Nadie necesita darme clases de democracia (soy hijo de un preso político de la dictadura, y se del horror de los tiranos), pero, incluso reconociendo la necesidad de las instituciones, me puse rojo de rabia en la inauguración del nuevo Congreso.

Veo a mi país sangrando y los mismos latiguillos siendo repetidos. Siento que vivimos en medio de una insensibilidad humillante.

Ya nadie se acuerda de la alumna de la universidad de Río de Janeiro, victima de una bala perdida, que quedó cuadripléjica; ya nadie se acuerda de aquel señor que lloraba mientras desenterraban a su hijo de debajo de la cama de un soldado de la Policía Militar; ya nadie se acuerda de la fotografía de una adolescente prostituyéndose, sentada en el regazo de un viejo asqueroso del Amazonas; ya nadie se acuerda de las madres que enterraron a sus hijos muertos por falta de higiene en la Unidad de Terapia Intensiva de un hospital público.

Dos días después de las tragedias, llegan otros siniestros más espantosos y nos vamos acostumbrando; de horror en horror llegaremos al infierno preparado por los propios brasileños.

¿Quieren saber? Basta…

Para mí basta, ya que los evangélicos fracasaron y hoy la gran mayoría de la asistencia a los cultos está compuesta de personas infantilizadas por la religión.

Para mí basta, pues noto que el movimiento del cual ya hice parte no se interesa en la justicia nacional, no llora con los que lloran, y no defiende el derecho de los más frágiles. Ellos se reúnen en sus auditorios con una única preocupación: tener acceso a lo divino para eludir la realidad.

Para mí basta, ya que veo a la elite burguesa enriqueciéndose hace siglos, sin que nadie logre hacerla cambiar. Ella es perezosa, mezquina, egoísta e insensible a la miseria que se vive del otro lado del muro de sus condominios. La elite brasileña se preocupa prioritariamente en blindar sus vehículos, asistir a ridículos desfiles de moda en shoppings centers, concurrir a los mismos peluqueros famosos y caros de las modelos analfabetas, salir hecha “cotorra de pirata” en las páginas de las revistas chismosas, y comprar su ropa en Miami. Ella no está, ni soñando, con la miseria que crece sin parar.

Para mí basta, ya que los intelectuales nacionales se atontaron en la irrelevancia de su esnobismo, encerrados en sus torres de marfil, con textos herméticos y propuestas estrafalarias e inútiles de los teóricos de derecha o de izquierda.

Inmóvil e impotente, tengo ganas de patear el mástil central de este gran circo de lona desgarrada llamado Brasil.

No somos más que un pueblito sin ojos inyectados de sangre, una nación sin ímpetu.

Faltan pocos días para que el país se paralice de nuevo para ver a las escuelas de samba, patrocinadas por el narcotráfico, desfilando la desnudez de las mujeres más deslumbrantes que nuestra raza produjo.

Unos pocos gringos, con mayor libido que miedo a morir, van a babearse. Y nosotros, sentados en nuestros sillones por cuatro días, embriagados de cerveza y de sexo, olvidaremos que ya perdimos nuestra alma.

Murió un niño, y estoy con asco de los brasileños que eligieron a Clodovil, a Maluf, a Genoíno, a Palocci, a Collor, a Sarney, y a toda aquella farsa llamada Congreso Nacional. Siento náuseas, y mi infierno son los propios brasileños.

Murió un niño y no puedo dormir sin antes decir que, si pudiera, diría a mis patricios que nuestra perversidad está desbordando la medida de la ira divina.

Murió un niño, pero lo peor aún está por venir.

Morirán muchos otros, y continuarán las mesas redondas de idiotas discutiendo los chismes del fútbol.

Morirán muchos otros, y el shopping Daslu seguirá vendiendo pantalones de jeans a dos mil dólares.

Morirán muchos otros, y algunos pocos seguirán tomando vino de siete mil dólares en banquetes fastuosos.

Morirán muchos otros, y los pastores seguirán prometiendo abrir puertas de trabajo a quienes les den dinero en sus cultos.

Me cansé del libertinaje y no se que hacer. Estoy irritado con el cinismo y no se hacia donde voltear.

Antes que me olvide: el nombre del niño era João Hélio, y sus padres todavía están llorando mucho.

Soli Deo Gloria.


(N. del T. puede leer la noticia en español sobre la muerte de João Hélio dando click aquí o aquí)

9 de febrero de 2007

En respeto a los tristes

por Ricardo Gondim

Confieso que soy introspectivo y, muchas veces, melancólico. Cuando era niño me gustaba quedarme debajo de un árbol, solitario, para pensar en la vida. Sigo así. Prefiero el silencio a las fiestas, las comidas con pocas personas a los banquetes. Y, si no tomo cuidado, fácilmente caigo en depresión.

Esa manera de ser sosegada no me moleta, pero percibo que desagrada en la comunidad evangélica. No pocas veces, cuando escribí textos opacos, fui dulcemente aconsejado a no repetir tal desliz.

Me avisaron que los creyentes no están preparados para lidiar con la tristeza. Y que las personas gustan de artículos optimistas. ¡Realmente! El movimiento evangélico se propagó a finales del siglo XIX, en un tiempo en que se respiraba un clima de gran optimismo.

Se creía que en pocos años, evangelistas, misioneros y pastores convertirían al mundo, anticipando el inminente reino milenial de Cristo. La cuna religiosa del evangelicalismo fue seducida con la promesa que sería la “última generación antes del arrebatamiento”. Los evangélicos crecieron en un clima de euforia. Por lo tanto, ellos no toleran mensajes que revelen una forma menos exitosa de enfrentar la vida, incluso cuando la vida se muestra dura, hasta inclemente, no se admiten infortunios.

Me siento censurado cuando expongo mis sentimientos contaminados de una vaga y dulce tristeza. Sentimiento que, a decir verdad, me complace y me conduce a la meditación. ¿Pero cómo explicar eso? Quedo sin salida, pues no quiero solamente escribir textos sobre cómo me siento campeón; rehúso teatralizar mi solidez y no quiero engañar sobre mi santidad.

En diversas ocasiones tengo la sensación de estar sólo entre gigantes de la fe. ¿Habrá más gente como yo? Se que existen profetas, poetas y santos que también conviven con el desaliento. Celebro la amistad, aunque distante, de los que honesta y valerosamente detectan sentimientos menos brillosos e, igual que yo, no se sienten culpados.

Dichosos los que lloran, pues reconocen que la vida no está compuesta sólo de luces. Quien busca sólo la risa, queriendo perpetuar el placer, caerá en el profundo abismo del desencanto.

Sólo los tristes saben los secretos de las noches sin luna, y que algunas dimensiones nobilísimas de nuestra humanidad, solamente se expresan en pasillos de muerte. Grandes son todos los que permanecen en pie, incluso cuando no hay ninguna luz.

Dichosos los que entran en contacto con sus angustias. Los que ocultan sus inquietudes con frases y clichés religiosos, se condenan a la superficialidad. No existe tesis religiosa que logre imponerse con mayor fuerza que la propia vida.

De nada vale repetir eslóganes que prometen un mundo color de rosa. Más tarde o más temprano vendrá la tempestad que asola la casa. Vientos contrarios barrerán proyectos prudentes y quien no edifique su casa en la verdad, se desmoronará inevitablemente.

Dichosos los que no se consideran emocionalmente intactos. Ellos saben que nadie posee control directo sobre sus emociones y reconocen, incluso, que serán traicionados por los incidentes de lo cotidiano. Ellos van hasta el fondo del pozo y no se sienten fracasados, pues saben que tanto las alegrías como las tristezas son pasajeras.

Dichosos los que admiten sus depresiones. Ellos no intentan sublimar las inquietudes con activismo. El sufrimiento es la única dimensión de la vida común a todos los hombres y mujeres. Quien intenta acorazarse de las tristezas, necesita también protegerse de la alegría. Huir del sufrimiento significa amortiguar la felicidad.

Dichosos los que pueden lamentar en público. Ellos no necesitan de sonrisas plásticas, de discursos demagógicos o de la arrogancia religiosa, pues se sienten acogidos en su honestidad. Ellos saben que no serán apedreados cuando se muestren frágiles, porque viven entre amigos verdaderos.

Dichosos los que se parecen a Jesús de Nazaret. El nunca mintió sobre su angustia o su soledad. En el huerto afirmó: “Es tal la angustia que me invade, que me siento morir”. En la cruz exclamó: “Padre, ¿por qué me has desamparado?” Incluso después de esos desahogos Dios le otorgó un nombre que está sobre todo nombre. Si el Hijo Unigénito puede hablar así, nadie debe temer de revelar el tamaño de su vulnerabilidad.

Esos dichosos pueden seguir tranquilos por la vida, porque la tristeza, según Dios, no es para muerte. Aleluya.

Soli Deo Gloria.

8 de febrero de 2007

Recordar es vivir

por Ricardo Gondim

Sería bueno que las personas recordaran, que hace pocos siglos, la felicidad no era un fin, sólo una agradable consecuencia para aquellos que adquirían sabiduría y buscaban la virtud. En aquella época, hombre y mujeres intentaban vivir con integridad, justicia, bondad, lealtad, y terminaban felices.

Sería bueno que la juventud recordara que, en el pasado, los ancianos eran más valorados que los jóvenes. La belleza estética perdía su esplendor frente a la experiencia. Si el encanto de la juventud provenía de la fuerza, el de los ancianos emanaba de sus cabellos blancos. Y, por increíble que parezca, el respeto que se tenía por la madurez sobrepasaba a la admiración por el vigor juvenil.

Sería bueno que el gobierno de los Estados Unidos recordara que en los tiempos en que George Washington fue elegido presidente, Irak ya contaba con más de cinco mil años de historia; y que los iraquíes pueden ser pobres, pero saben lidiar con los fracasos, triunfos y resistencias.

Sería bueno que los europeos recordaran que, antes de sus grandes navegaciones y colonización predatoria, no había hambre, desgracia y miseria en África, tampoco en América Latina. Los “aborígenes” podían no conocer el fantástico mundo que los exploradores traían en sus embarcaciones, pero por lo menos, tenían dignidad para comer y morir en paz.

Sería bueno que los evangélicos recordaran que la consolidación de la religión de ellos se dio en la primera mitad del siglo XX; y que son oriundos de una recientísima síntesis entre el pietismo alemán, el puritanismo inglés, el fundamentalismo norteamericano y la rápida expansión del pentecostalismo. Mucho antes de los evangélicos, ya existía el cristianismo ortodoxo griego, armenio, ruso; mucho antes de Lutero, las personas amaban a Dios en la iglesia católica romana; incluso durante el llamado oscurantismo, Cristo nunca quedó sin su iglesia.

Recordar no hace mal. Si todos recordaran que son mortales, aprovecharían mejor el tiempo; si recordaran que no son dioses, valorarían al prójimo; si recordaran que no se vive sólo de pan, buscarían lo esencial.

Soli Deo Gloria.

Vacantes en el Reino de Dios

por Ricardo Gondim

Llegó a mis manos un documento confidencial, con un membrete en relieve que dice: “Sala del Trono”. Es una circular interna del Cielo que describe el perfil de las personas que Dios busca para encarnar los valores de su Reino en la tierra.

No me pregunten quien filtró ese papel tan secreto; realmente desconozco su origen. Sólo logro comprobar su autenticidad por el contenido de las propuestas, a mi parecer, coherentes con la Biblia.

Transcribo a continuación:

“Se buscan mujeres y hombres que no vivan esclavizados por las obsesiones que dominan a las personas: riqueza, fama y poder. Serán eximidos aquellos que corren alucinados, siempre preguntando: ‘¿Qué comeremos, que beberemos? O, ¿con qué nos vestiremos?’ No serán recibidos curriculums de quienes gusten de lugares prominentes y posar al lado de personas consideradas importantes. Ningún entrevistado puede vanagloriarse de sus hechos. Se sugiere que sea considerado, solamente, el que se deleita con la grandeza de las galaxias o con la fragilidad de las margaritas. El candidato preaprobado debe hacer prácticas en algún desierto, y será despedido sumariamente aquel que no sepa oír la voz de los vientos más delicados; quien no se embriague con el sol del atardecer que colorea el cielo de tonos rojizos; y quien no calle delante de las constelaciones que adornan las noches oscuras con sus diamantes.

Para ocupar la posición de apóstol, sólo se admitirá a quien renuncie a ese título; será reprobado el candidato que afirme, de alguna manera, que se siente honrado con la posibilidad de continuar con la misión apostólica. El entrevistado necesitará evidenciar discreción y total desinterés a las alabanzas humanas. No será admitido, bajo ningún punto de vista, cualquiera que, aún de vez en cuando, demuestre estar considerando un proyecto propio. Está descalificado el que insinúe, hasta inconscientemente, que le gusta el dinero. Será despreciado quien se esfuerce por demostrar una espiritualidad más intensa que la mayoría de las personas.

Hay una gran necesidad de profetas, pero se exigirá una mayor rigurosidad en la ocupación de esa posición. El profeta será testeado en su capacidad para sentir el corazón de Dios. En una primera evaluación, el candidato será llevado a convivir entre los sufrimientos más mortificantes de la humanidad. Será despedido sumariamente aquel que ofrezca explicaciones teológicas al dolor universal. En principio, se requiere que el profeta sepa recostar su oído en el corazón de Dios y sienta sus anhelos y vibraciones por la raza humana. Repruébese aquel que no vierta lágrimas; quien no solloce con la muerte innecesaria de los niños; quien no se indigne con la voluptuosidad de los que acumulan fortunas; quien no proteste contra la indiferencia de los cómodos; y quien no luche contra los preconceptos raciales, culturales y de género.

El candidato a evangelista, deberá llenar los siguientes criterios:
1) Amar a las personas más que a su oficio. Por lo tanto, es bueno observar como reacciona al éxito o al fracaso. Será reprobado todo aquel que demuestre externa alegría por el buen resultado de alguna de sus tareas. Será descartado, igualmente, el que se entristezca con el bajo rendimiento de sus esfuerzos. Solamente será apto para el oficio de evangelista quien aprenda a amar, incluso cuando las personas resistan su mensaje. Ser fiel es más importante que tener éxito.
2) No se aceptará al orador soberbio, que repita clichés, o que maltrate el buen juicio de las personas con frases gastadas. Quien haga promesas irreales, quien responda al drama humano con simplismo; quien use el mensaje del Evangelio con el intento de sobornar o reprimir el amor de las personas, será desacreditado.
3) Tendrá descalificación inmediata quien invite a la conversión recurriendo a las emociones. La entrevista calificadora debe terminar en el instante en que se perciba que al candidato a evangelista le gusta manipular y sensibilizar a las personas con llanto y frenesí.

Hay vacante para pastor. No obstante, no se debe acelerar la ocupación de esa función. Sólo será admitido el candidato que ya haya caminado extensamente con el pueblo. Es bueno que conozca todo el espectro social, y sepa transitar entre ricos y pobres; enfermos crónicos y atletas profesionales; empleadores y empleados. Como los pastores no pueden vivir encerrados en sus oficinas, es una buena sugerencia que se evalúe como se comporta cuando predica para grandes auditorios, y como trata a individuos. El que demuestre mayor experiencia con multitudes, pero evita el contacto personal, será rechazado. Todo pastor necesita caminar de la mano con familias enlutadas; necesita saber esperar por la noticia de la muerte al lado de las ovejas que lloran en el pasillo de la Terapia Intensiva; necesita conversar pacientemente con los jóvenes que luchan con su sexualidad; y necesita abrazar cariñosamente a los ancianos. Es imprescindible que, de vez en cuando, llore cuando oficie casamientos.

Existe una gran necesidad de maestro. Pero, para esa función, el candidato necesita presentar su currículum académico, que será analizado de acuerdo a las capacidades y oportunidades de cada uno. Sin embargo, el futuro maestro no puede valorar exageradamente la letra al punto de matar el espíritu de los textos. Debe evidenciar disposición para defender la verdad, principalmente cuando ella estuviera al servicio de la vida. Serán descalificados aquellos que, en la defensa de sus convicciones, demuestren desinterés existencial. Se debe pedir que cada candidato escriba su apreciación de la poesía, pintura o música; deberán quedar afuera los que demuestren un exagerado rigor literalista en el análisis técnico de las obras. No sirve para esa función el que pierde la belleza subjetiva, aquella que sólo se percibe con el corazón. Cuando el entrevistado comente que domina un determinado tema, quedará bajo sospecha hasta el final de la entrevista. A manera de ejercicio, es menester que cada argumento del futuro maestro sea contestado con presupuestos diferentes. En el caso de mostrarse intolerante, o no quiera ceder debido a la arrogancia de su conocimiento, será reprobado”.

¡Me sorprendí con la integridad en la Descripción de las Funciones en el Reino de Dios! Que fantástico es que Él continúe buscando verdaderos cooperadores.

Aconsejo que muchos candidatos se encierren en sus cuartos, doblen sus rodillas y se ofrezcan de voluntarios; será una honra verse incluidos en el muy noble servicio de continuar lo que Jesús comenzó.

Yo ya envié mi solicitud y espero mi aceptación. Pero, mientras no llega, entreno a otros. Deseo que ellos se transformen en hábiles artesanos de una nueva historia.

Soli Deo Gloria.

7 de febrero de 2007

El mal que me acecha

por Ricardo Gondim

“Si hicieras lo bueno, podrías andar con la frente en alto. Pero si haces lo malo, el pecado te acecha, como una fiera lista para atraparte. No obstante, tú puedes dominarlo”. (Génesis 4:7)

Tanto el mal como el bien crecen dentro de nosotros. Recuerdo la película “La lista de Schlinder”. En el argumento hay dos personajes: Oskar Schlinder y un oficial nazi. Ambos inician la película, vacilantes. Schlinder hacer el bien, pero lo hace por egoísmo; salva a los judíos para tener una mano de obra barata en su fábrica. El soldado nazi hace el mal por pura obligación militar. Pero al final de la película, Schlinder se dejó tanto invadir por el bien, que no puede parar de salvar vidas y de angustiarse por la suerte de los que seguían en las cámaras de gas. El soldado se contaminó tanto por el mal, que termina matando por placer.

Cuando Caín asesinó a Abel, Dios le dijo que, de ahora en adelante, el mal estaría a la puerta, acechando. Pues así es: cuando practicamos el mal, se vuelve cada vez más fácil, más apetitoso, más generoso. Cuando ejercitamos el bien, se vuelve igualmente más natural. El peor daño que adviene de la maldad es que quedamos mucho más cerca de la próxima perversidad. La mayor recompensa en practicar el bien es que quedamos mucho más cerca de la próxima virtud. Después que alguien mata por primera vez, la segunda vez se vuelve menos traumática. Después que alguien ama, el próximo gesto de ternura se vuelve mucho más fácil.

Por eso, permitamos que todo lo que es digno, de buen nombre y que merezca alabanza, domine nuestros pensamientos, pues esas virtudes se propagarán en nuestro ser y el bien no requerirá mucho esfuerzo, saldrá naturalmente.

Soli Deo Gloria.

6 de febrero de 2007

La historia aún no está terminada

por Ricardo Gondim

Las calles de Mumbai (antigua Bombay) exponen la miseria humana con gran exuberancia. Primero, debido a la densidad demográfica que amontona a las personas; segundo, porque millones de personas están condenadas a vivir por debajo de la línea de pobreza en un porcentaje arrollador. Mientras caminaba por el centro de esa ciudad de India, me encontré con un hombre tirado en una zanja. Inmundo, casi desnudo, literalmente él se retorcía en el lodo más hediondo que se pueda imaginar. Su imagen impregnó tanto mi alma que no logro olvidarlo. Muchas veces, cuando cierro los ojos para orar, aún lo contemplo y me pregunto si ya murió. ¿Aquel hombre fue creado por Dios para vivir y morir de esa manera? Cuando organizaba el caos inicial, ¿Dios planeó, en tiempos muy remotos, que él naciera en una casta baja? ¿Cómo la degradación de una criatura puede ser causa de gloria para Dios?

Otro incidente no me abandona. Fue un choque fatal que me marcó de manera indeleble. El auto que Carlitos conducía, golpeó de frente contra un poste, quitándole la vida. Era un niño de 19 años. Fui llamado, a las 5 de la tarde, para ayudar a Octavio, su padre, a retirar el cuerpo de la morgue. En el momento en que nos encontramos, él me abrazó y lloró convulsivamente, repitiendo: ¿Por qué Dios se llevó a mi hijo?

Entiendo que los dos ejemplos relatados son terribles. Pero nos ayudan a cuestionar si es posible aceptar pacíficamente que Dios controla todo lo que sucede en el universo. ¿Será que Dios está causando todos los pormenores? ¿Cada mínimo detalle fue planeado o permitido por Dios para que algún “buen motivo” sea alcanzado?

Durante el entierro de Carlitos, varias personas intentaron consolar a sus padres afirmando: “Dios debe tener muchos buenos motivos para llevarse a su hijo”. Claro que la expresión “llevarse a su hijo” no era más que un eufemismo para matar. Pero como nadie cree que Dios mataría a un muchacho en la flor de la edad por pura maldad, esos pensamientos eran suavizados por la creencia de que Dios hizo lo que hizo, con la pretensión de algún bien, tanto para el joven como para su familia. Generalmente se alega que ese “bien” todavía no puede ser entendido, pero que en un tiempo apropiado, Dios revelará los porqués de sus actos.

Paradójicamente, en una conferencia latinoamericana sobre la misión integral de la iglesia, un renombrado teólogo bautista afirmó que las favelas y el estado crónicamente carente de los pequeños países americanos no tienen nada que ver con Dios y sí con las estructuras económicas perversas del continente. Si la lógica sobre la muerte de Carlitos estuviera correcta, ese teólogo jamás podría afirmar tal cosa y tampoco Leonardo Boff podría decir en “Jesucristo Liberador” (Sal Terrae, 1994) que: ”[existe una] presencia de opresión y [una] urgencia de liberación. En la fe, muchos cristianos comprendieron que tal situación contradice el designio histórico de Dios: la pobreza constituye un pecado social que Dios no quiere”. Tanto la muerte de un joven como la miseria tendrían que estar bajo el mismo control. No se puede concebir un universo determinado y cerrado e indeterminado y abierto al mismo tiempo. Es necesario escoger entre ambos.

Esos traspiés, muchas veces, no son vistos ni percibidos. Pero, ¿será que esas y otras preguntas deben seguir sin respuestas? ¿Por cuánto tiempo se permitirá que la teología siga estimulando las tensiones entre lo que se estudia en los asientos académicos y lo que se vive en las comunidades de fe?

¿No ha llegado el tiempo de intentar responder por qué la humanidad vive atontada en tanto desamor? ¿No es hora de enfrentar, sin miedo, las discrepancias internas del cristianismo? ¿Qué tiene la fe cristiana para decir sobre el anacronismo de la historia, que para lograr la paz se hace la guerra, y para evitar la guerra se prepara para ella? De los 3.400 años que se pueden datar de la historia de la humanidad, 3.166 fueron años de guerra. Los restantes 234 años no fueron precisamente años de paz, sino de preparación para la guerra. Hay una alineación que permea toda la realidad humana, individual, social y cósmica. Simplemente responder esas preguntas afirmando que todo está previsto en la providencia eterna o que es por causa del pecado de Adán, son lo mismo que una huída simplista y deshonesta. Se vuelve necesario que los cristianos reaccionen delante de las idiosincrasias de la vida más sintonizados con la humanidad y menos sumisos a los dogmas de la teología.

Existen varios modelos pedagógicos para mirar la realidad humana. Primero, el cerrado. En ese modelo todo fue providencialmente creado por Dios y todo cumple un designio suyo; nada sucede sin que haya sido decretado eternamente por Dios. Todos los seres humanos que nacen, todas las guerras, todas las catástrofes, todos los gestos buenos y malos de todas las personas, simplemente cumplen un plan eternamente concebido por Dios. Ya que Dios nunca puede ser frustrado, no hay percances. El tren de la creación no descarriló en ningún momento y la humanidad navega como un navío que nunca salió de su ruta.

Pero, ¿cómo se explica la multiplicación de las cosas malas? ¿Cómo conciliar a un Dios omnipotente y a la maldad comprobada? En el determinismo teológico, se concluye que cada mínimo evento, bueno o malo, hace parte de un plan divino cuyo fin es dar honra y gloria a Dios.

Hoy otro modelo en que Dios decreta todo, incluso, que algunas dimensiones de su creación sean libres. Él posee, como creador, la prerrogativa de establecer a priori lo que quiere que suceda. Y con esa prerrogativa, él determinó que exista libertad real tanto para los seres humanos como para los ángeles. Así que, no todo lo que pasa en el mundo material o espiritual es de la voluntad de Dios. En ese modelo, Dios respeta a los seres humanos como legítimos cooperadores en la construcción de la historia y deja que muchas dimensiones futuras aún no existan para que el desempeño de la humanidad no sea ficticio, sino real.

Zwinglio M. Dias lo afirmó así (Discusión sobre la Iglesia desde América Latina, ed. Ciudad de México: Casa Unida de Publicaciones S.A., 1983):

“Al crear al hombre creador, el Dios creador –que no se identifica con ningún elemento de la naturaleza o del universo- lo hizo responsable por todo el mundo salido de sus manos. Al presentar al hombre primordial, Adán, las obras de su genio creador para que éste las nombrase, Dios no hacia otra cosa que entregar a su cuidado el dominio del mundo y de todo lo que en él hay. El Dios bíblico, por lo tanto, desacraliza Su obra al entregarla al hombre para que la sujete y disfrute de ella. Pues, será precisamente a través de esa actividad que el hombre descubrirá su identidad y la verdadera esencia de su naturaliza humana. Al hombre, es dada entonces, la posibilidad de inventar la historia bajo la dirección de Dios y en medio del responsable señorío que ese mismo Dios le ofrece sobre el mundo”.
Los teólogos que defienden el modelo cerrado, creen que Dios no puede, repitiendo las palabras de Einstein, “jugar a los dados con el mundo”. Entonces, ¿entregar la creación en manos de los hombres fue sólo una representación teatral? Para un gran segmento de la teología clásica sí, todo estaba terminado y determinado por Dios, y las acciones creadoras del hombre eran sólo para la maduración del propio hombre. Ninguna elección, en último análisis, alteraría en nada lo que ya fue predeterminado. Para esos teólogos, Dios es el Todopoderoso que no puede permitir que algo suceda contra su voluntad. Por lo tanto, su soberanía se impone sobre todos los otros atributos y no hay ningún hecho que no haya sido determinado por el propio Dios.

Ese pensamiento teológico perpetúa las concepciones griegas sobre la divinidad, y dentro de ese modelo es absolutamente lógico y coherente. Al criticarlo, no se intenta desmerecer la influencia helénica en la comprensión de Dios. Se le debe al pensamiento griego el dialogo entre creyentes y filósofos mientras el cristianismo se expandía en occidente. Más tarde, en la modernidad, los pensadores cartesianos que cuestionaron la verdad, tuvieron enormes dificultades para invalidar el cristianismo, gracias a los paradigmas griegos que fundamentaban diversos elementos de la fe. Sin embargo, como se promovió en la Reforma, la iglesia necesita continuar reformándose. Ella no puede detenerse en aquella visión griega del mundo y de Dios. Cada generación necesita elaborar la teología de su época.

Si los medievales proyectaron en Dios conceptos sociales y políticos propios de su época, la generación actual no necesita repetirlos. Contemplar a Jehová como los griegos contemplaban sus ídolos del Areópago o como los romanos obedecían a sus déspotas reyes del siglo V, representa una actitud dogmática y oscurantista inaceptable.

Se puede leer la Biblia con otros lentes. Sin despreciar la tarea doméstica ya hecha por los concilios, teólogos y antiguos eruditos de la fe, es posible resignificar algunos postulados cristianos que venían siendo aceptados sin cuestionamientos. Algunos de ellos, debido al avance de las ciencias sociales, no pueden más ser concebidos. En los tiempos de Pablo, se toleraba la esclavitud. En su epístola a Flemón, él no denuncia explícitamente ese comercio nefasto. Hoy, nunca se admitiría que un líder cristiano pidiera al dueño de un esclavo que se comporte, apenas, con más humanidad. Son actualizaciones sociales y conceptuales de ese tipo que es necesario que sucedan con otras “verdades” intactas por la teología.

En la posmodernidad es posible leer la Biblia sin la preocupación de probarla históricamente. Los nuevos conceptos filosóficos sobre la verdad ya no obedecen a los paradigmas de la racionalidad iluminista. Así que, no es equivocado, y tampoco invalida la inspiración del Espíritu Santo, considerar los relatos del Génesis como poesías alegóricas que celebran el “fiat” Creador y no como verdaderos relatos de física y biología sobre el origen del universo.

Pero el fundamentalismo, hijo de la modernidad, no piensa así. Él trabaja con las mismas herramientas que los pensadores de la modernidad. Charles Hodge proclamó que la “religión tiene que luchar por su existencia contra una vasta clase de científicos” (Em Nome de Deus, Armstrong, Cia das Letras, 168). Principalmente los evangélicos norteamericanos, reaccionaron para mostrar a la “vasta clase de científicos” que la fe cristiana podía ser explicada siguiendo una metodología imparcial y empírica. Karen Armstrong denuncia la futilidad de esa mentalidad (Armstrong, 2000:167):
“Se trata de un deseo comprensible, pero los mythoi de la Biblia nunca pretendieron ser fácticos. El lenguaje mítico no puede traducirse en lenguaje racional sin perder su razón de ser. Como poesía, ella contiene significados demasiado complejos para expresarse de cualquier otra manera. Al intentar transformarle en ciencia, la teología sólo consiguió producir una caricatura del discurso racional, porque esas verdades no valen al momento de la demostración científica. Ese logos espurio inevitablemente contribuirá para desacreditar aún más la religión”.
Los evangélicos latinoamericanos florecieron bajo esa bandera; siempre intentando transformar la Biblia en un libro “científico”. Cuando Hodge publicó su Teología Sistemática en 1873, había un claro esfuerzo por demostrar que el teólogo no debía buscar significado más allá de las palabras, sino “organizar y sistematizar las claras enseñanzas de las Escrituras”. Para él, la verdad era obvia y estaba terminada, bastaba darle una codificación “científica” y ella se volvería conocida por todos. Esa predisposición fundamentalista de usar las herramientas cartesianas en el abordaje de la Palabra de Dios, significa que cada palabra de la Biblia es inspirada y no pueden perderse con alegorías o simbologías.

En los últimos años, el fundamentalismo, bajo un manto moralista y defendiendo la política de derecha, ganó nuevo impulso en los Estados Unidos. Desde que Jerry Falwell y otros líderes evangélicos crearon la Mayoría Moral, recrudeció la faz más beligerante del fundamentalismo. En la elección de Bill Clinton en 1992, Falwell anunció que Satanás estaría suelto en Estados Unidos, y que él sería responsable por el derrocamiento final de su país. Con la elección de George W. Bush, el fundamentalismo hizo víctimas. La iglesia evangélica, en su vasta mayoría, apoyó ostensiblemente la guerra en Irak (más de cien mil muertos), invocando el concepto de guerra justa del Antiguo Testamento. Se siguió la lógica de que Dios colocó al presidente en su cargo, y todo lo que él hiciera obedecería a la guía de la providencia eterna. Bush, aliado de Dios, ¡jamás podría equivocarse!

No obstante, existen grandes segmentos cristianos y evangélicos que estudian la Biblia sin necesidad de conferirle el carácter científico de sus predecesores fundamentalistas. Ellos no desmerecen la revelación o la inspiración del texto sagrado, sólo usan lentes más humanas y contemplativas para percibirlo. Esos pensadores y teólogos procuran apartarse del “Dios-potencia” concebido de los paradigmas medievales, para el “Dios-relacional” y afectuoso que Jesús de Nazaret reveló a los hombres. En este énfasis teológico no se estudia sobre Dios, fragmentando la Trinidad. El Padre, Hijo y Espíritu Santo pueden ser amados en el contexto de la “comunidad eterna y feliz”.

La historia no está completa. Dios aún llama a artesanos para ser sus cooperadores. Esa convocatoria no subestima el poder del pecado, pero exalta la gracia. Comparto la idea que Dios apuesta en los hombres ayudando en la construcción del porvenir. Basta que se acepte la invitación de Miqueas 6:8:
“¡Ya se te ha declarado lo que es bueno! Ya se te ha dicho lo que de ti espera el Señor: Practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios”.
Soli Deo Gloria.

1 de febrero de 2007

Siguiendo sus pasos

por Ricardo Gondim

“Si alguien quiere ser mi discípulo -les dijo-, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz y me siga” (Marcos 8:34).

La tradición evangélico-pentecostal no valora mucho las oraciones impresas. Se cree que ellas pueden convertir la comunicación con Dios en algo mecánico y artificial. Sin embargo, la Biblia contiene varias plegarias y salmos que sólo sobrevivieron al paso del tiempo por haber sido escritas.

Contradiciendo mi herencia religiosa aprendí, hace muchos años, una oración de entrega. Ella me marcó y aún hoy me acompaña como recordatorio de lo que significa andar en los pasos de Jesucristo. A veces, mi corazón y mi ego se quieren envanecer, y mi voluntad reinar, entonces releo esa pequeña plegaria y percibo otra realidad.

La espiritualidad del nuevo milenio acompaña las tendencias del mundo. Ella es una espiritualidad vacía de significado, la cual no logra alimentar el alma. Muchos cultos evangélicos ya no ayudan a las personas a crecer en intimidad con Dios, y la búsqueda de gloria humana sucede explícitamente.

Todos los que desean parecerse a Jesús y, siguiendo sus pasos, quieren crecer en el amor de Dios, pueden repetir la misma oración:

En tus manos, oh Dios, me abandono,
modela esta arcilla, como hace con el barro el alfarero.
Dale forma y después, si así lo quieres, hazla pedazos.

Manda, ordena ¿Qué quieres que yo haga?
¿Qué quieres que yo no haga?

Elogiado y humillado, perseguido,
incomprendido y calumniado,
consolado, dolorido, inútil para todo,
sólo me queda decir a ejemplo de tu madre:
"Hágase en mí según tu Palabra".

Dame el amor por excelencia, el amor de la cruz;
no una cruz heroica
que pudiera satisfacer mi amor propio;
sino aquellas cruces humildes y vulgares
que llevo con repugnancia.
Las que encuentro cada día en la contradicción,
en el olvido, el fracaso, en los falsos juicios,
en la indiferencia, en el rechazo
y el menosprecio de los demás,
en el malestar y en la enfermedad,
en las limitaciones intelectuales
y en la aridez, en el silencio del corazón.

Solamente entonces Tú sabrás que te amo,
aunque yo mismo no lo sepa,
pero eso basta.
Amén.
Soli Deo Gloria

Por lo que seremos recordados

por Ricardo Gondim

“En vida, Absalón se había erigido una estela en el valle del Rey, pues pensaba: «No tengo ningún hijo que conserve mi memoria». Así que a esa estela le puso su propio nombre, y por eso hasta la fecha se conoce como la Estela de Absalón” (2º Samuel 18:18).

Recientemente visité San Luis de Maranhão. Uno de los lugares históricos de la ciudad ostenta un busto de bronce de uno de los más conocidos caudillos políticos brasileños. ¡Mandó hacer su propio busto estando aún con vida! Me paré delante de aquella enorme estatua y medité por algunos minutos, no por reverencia. Pasmado, sólo contemplaba el tamaño de la vanidad humana. Aquel político construyó su imagen (o permitió que sus aduladores lo hicieran) porque tenía la necesidad de seguir siendo venerado aún después de muerto.

Queremos ser eternos; deseamos ser recordados por las futuras generaciones. Rechazamos la idea de desaparecer en la posteridad. Absalón se hizo un monumento, pero antes de él, la generación de Babel se esforzó en la construcción de una torre para que su nombre fuera reconocido. Tiempo después, Nabucodonosor se repetía a si mismo todos los días que era inmortal y que con su poder había levantado el gran imperio babilónico.

¡Ridículo! ¡Esfuerzo vano! Absalón es conocido no por el monumento que construyó, sino por ser un rebelde que se amotinó contra el propio padre y que murió patéticamente. Babel no es conocida por su ingeniería, apenas por su estupidez, y Nabucodonosor, al arrastrarse como un animal, nos dejó la lección que la vanidad es ridícula.

En Proverbios 22:1, Salomón nos recuerda: “De más estima es el buen nombre que las muchas riquezas, y la buena fama más que la plata y el oro”.

La vanidad del rico, el poder del estadista, el valor del militar, y la fragilidad de la juventud no pueden ser el propósito de nuestra existencia, pues todo pasa. Valen más los sentimientos que sembramos en nuestros hijos, la confianza que nuestros amigos tienen en nuestra palabra y el amor de Dios que encarnamos en todos nuestros actos. El escritor bíblico estaba en lo cierto: “Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1º Juan 2:17).

Soli Deo Gloria.